Tras 33 años de desarrollo autonómico, pacífico y democrático, Cataluña pretende forzar en la actualidad la convocatoria de una consulta en su territorio para cuantificar el apoyo popular de los catalanes a la propuesta de convertirse en un Estado propio e, incluso, si ese sentimiento fuese mayoritario, a independizarse de España. Es lo que ellos denominan el “derecho a decidir”, por el que reclaman que el Gobierno de la Nación les faculte para convocar un referéndum soberanista. El Congreso de los Diputados ha rechazado esta posibilidad por abrumadora mayoría durante la sesión del pasado día 8 en la que se debatió la propuesta. Una propuesta y un resultado similares a los conseguidos en febrero de 2005, cuando se sometió a discusión en sede parlamentaria el conocido como plan Ibarretxe, un proyecto que el País Vasco propugnaba para decidir nuevas formas de encaje de Euskadi en el conjunto del Estado, basado en el modelo del Estado Libre Asociado que vincula Puerto Rico a Estados Unidos. Con una particularidad entre ambas pretensiones: la iniciativa catalana no da por acabado su recorrido con el “portazo” del Congreso, sino que insiste en continuar explorando mecanismos que le posibiliten ejercer ese “derecho a decidir” al que se ha comprometido el presidente de la Generalitat, Artur Mas con fecha ya cerrada. El referéndum está previsto para el próximo 9 de noviembre. A tal efecto, el Honorable President ha anunciado que piensa elaborar una ley de consultas catalana que dé cobertura legal a una votación de cuyo resultado derivaría, en caso de ser mayoritariamente favorable, el inicio de un proceso segregacionista en pos de la independencia de la región.
Los antecedentes históricos en los que se funda esta reivindicación son tan ambiguos como las diversas interpretaciones que dan lugar. Claro que la historia es un proceso abierto que no se atiene a una evolución lineal ni predeterminada, sino que es fruto de contingencias de cada momento o período concreto. Así ha sido siempre la secuencia cronológica de hechos y culturas que han dado forma a lo que conocemos como España, desde los primeros grupos indoeuropeos, fenicios, griegos o tartésicos hasta las invasiones árabes, romanas, visigodas o cristianas que, ya en la Edad Media, sirvieron para constituir la España que ha llegado a nuestros días, convertida en un estado unificado bajo la monarquía de los Reyes Católicos, no sin tensiones entre las partes que la constituyen.
Es en ese devenir histórico cuando surge Cataluña a partir de los condados hispánicos del Imperio carolingio que se integran en el Reino de Aragón, creado en 1137 por la unión dinástica de la hija del rey de Aragón y el conde de Barcelona. En esa época España aun no existía, sino que estaba formada por una pluralidad de reinos (Reino de León, Reino de Portugal, reino de Castilla, reino de Navarra y Corona de Aragón) enfrentados entre sí y defensivos contra los musulmanes de Al-Ándalus, a los que combatieron durante ocho siglos sin ningún proyecto en común, sino respondiendo, como describe Juan Pablo Fusi en su Historia mínima de España, a “necesidades estratégicas, aspiraciones territoriales, razones de seguridad y defensa, intereses dinásticos y proyectos estatales e institucionales separados de los distintos reinos peninsulares”.
Si ese hecho se produce, significaría el agotamiento del Estado de las Autonomías, un modelo poco definido en la propia Constitución y que ha ido completándose a través de modificaciones estatutarias y negociaciones periódicas para ampliar el número de competencias y capacidad de financiación. Y quedarse sin modelo nos abocaría a optar por una de estas dos alternativas: retornar al viejo Estado unitario centralista o convertirnos en un Estado Federal sin ningún complejo. El primero modelo es Francia, y el segundo Estados Unidos, por citar algunos ejemplos. Y la verdad es que para la segunda opción nos resta muy poco, tan poco como modificar la Constitución y desarrollar realmente el Senado como cámara de representación territorial o federal. Pero lo más dificultoso de todo ello sería reconocer la existencia de “naciones” iguales que se integran en un Estado federal, simétrico o asimétrico, articulado en unidades territoriales que poseen una autonomía considerable. Algo parecido a lo que ya tenemos.