En la copa de balón que agitaba con indolencia flotaban los cubitos de hielo que aguaban el licor, de marca nacional y asequible al bolsillo, de un gin-tonic aromatizado con granos de pimienta, pequeños pétalos amarillos sospechosamente parecidos a los del jaramago, cortezas de limón y algún trozo de fruta inidentificable. Los veinte euros de esa inversión tenían que durar toda la noche, por lo que la copa no dejaba de balancearse en su mano sin apenas acercarse a los labios. La mano derecha descansaba estirada sobre el respaldar del sofá, abriéndole descaradamente una camisa blanca, desabrochada casi hasta la barriga, que dejaba al descubierto medio pecho ensortijado de pelambre negra, cual Alfredo Landa en El vecino del quinto. Un pantalón oscuro, con pretensiones modernas aunque con más temporadas que su fiel Corsa gris, se mantenía a duras penas aferrado, como si tuviera velcro, a la altura del pubis cuando se tenía que poner de pie para ir al servicio, cosa que hacía tan pocas veces como ingerir aquel cóctel. Entre la oscuridad del ambiente, fragmentada con lucecitas inquietas, y la música ensordecedora que obligaba hablar al oído, parecía allí sentado un elemento más de la decoración del establecimiento, si no fuera porque movía la cabeza y de vez en cuando charlaba con algún conocido tan desorientado como él.
La mayor parte de la fauna del local se había ido marchando conforme agotaban sus expectativas, apurando anhelos insatisfechos, monedas de la cartera y horas al sueño. Hasta las amigas de aquella chica hacía rato que se habían despedido sin que ninguno de los dos se percibiera realmente de ello entre el aturdimiento de los sentidos y el embeleso mutuo. Sólo cuando ella manifestó que debía irse, un tanto sorprendida por lo avanzado de la madrugada y lo sola que la habían dejado sus compañeras, él se ofreció a llevarla en coche hasta su casa para que no tuviera que recurrir a taxis o recorrer calles desiertas y peligrosas. Se lo agradeció, no sin ruborizarse, asintiendo con la mirada hipnótica que lanzaba desde la profundidad de unos ojos negros y chispeantes, impregnados de ternura.
El alba perfilaba ya el horizonte por el que el Sol emergería tras los edificios, cuando las prisas y las preocupaciones se adueñaron del cuerpo y la voluntad de una joven que poco antes no reprimía los sentimientos que erizaban su piel. La noche se escurría entre ellos como las caricias entre las yemas que recorrieron aquel cuerpo tembloroso. Y con la misma turbación del principio, tuvo que interrumpir el encantamiento de unos momentos felices que se anhelaban eternos. Ella tenía que llegar necesariamente a su casa antes de que amaneciera, y lo que era entrega se volvió rechazo. Se arreglaron la ropa y levantaron los respaldos de los asientos poco antes de que la luz mortecina de las farolas se apagara y los camiones de la basura comenzaran a hacer ruido por las calles. El motor tosió un par de veces antes de arrancar y enfiló unas avenidas todavía somnolientas y vacías hacia el otro extremo de la urbe. El breve recorrido estuvo caracterizado por la idéntica parquedad en palabras con la que se habían entregado a un arremato amoroso imposible de evitar. Porque ambos habían arribado cual náufragos a una isla en tinieblas, salpicada de lucecitas, y ruidosa, compartiendo un mismo afán: sentirse vivos y dueños de sus vidas.
Desde entonces, él sigue acudiendo todos los viernes por la noche a aquel local para esperarla en el sofá blando, con su camisa desabrochada y blandiendo una copa de balón en su mano izquierda. Se había convertido en un cateto de medianoche.