Cateto de medianoche

Publicado el 07 mayo 2018 por Daniel Guerrero Bonet

Se pasaba las horas sentado en aquellos sofás blandos, despatarrado y distraído, mirando a ninguna parte como un león aburrido en medio de la sabana, mientras empuñaba en su mano izquierda una copa enorme, su inevitable `pelotazo´ de los viernes por la noche en el que se refugiaba después de salir del trabajo y hacer tiempo con cuatro o cinco cervezas que compartía con los compañeros de fatigas, quinielas y fantasías en el bar del polígono. Es lo que hacía, al finalizar la última jornada laboral de la semana, después de haberse desprendido del mono de trabajo, lavado la cara y atusado el cabello en el lavabo del baño de la empresa, cuyas puertas eran un compendio de frases insultantes o lascivas, y vestido de limpio con la camisa y el pantalón que reservaba para los fines de semana, como otro uniforme que se aseguraba de trasladar a su taquilla para colgarlo de una percha, y que transportaba cada viernes al trabajo en la bolsa del gimnasio, junto al desodorante y el peine. Salía dispuesto a comerse el mundo si la oscuridad de la noche le daba esa oportunidad parda, como a los gatos. Esas salidas de los viernes noche se habían convertido en una costumbre anclada en sus rutinas de ocio desde que había abandonado su pueblo y emigrado a la ciudad para huir de un destino que lo ataba a su padre, a su abuelo, a su bisabuelo y a todos sus tatarabuelos en una miseria de siglos como braceros del campo. Estaba empeñado en romper una cadena a la que parecía predestinado y buscar un futuro diferente que lo alejara de ser otro fracasado más en la familia. En lo que lo conseguía, su consuelo eran esas fugas nocturnas de los viernes, en las que emulaba, sin saberlo ni pretenderlo, al vaquero de Schlesinger.

En la copa de balón que agitaba con indolencia flotaban los cubitos de hielo que aguaban el licor, de marca nacional y asequible al bolsillo, de un gin-tonic aromatizado con granos de pimienta, pequeños pétalos amarillos sospechosamente parecidos a los del jaramago, cortezas de limón y algún trozo de fruta inidentificable. Los veinte euros de esa inversión tenían que durar toda la noche, por lo que la copa no dejaba de balancearse en su mano sin apenas acercarse a los labios. La mano derecha descansaba estirada sobre el respaldar del sofá, abriéndole descaradamente una camisa blanca, desabrochada casi hasta la barriga, que dejaba al descubierto medio pecho ensortijado de pelambre negra, cual Alfredo Landa en El vecino del quinto. Un pantalón oscuro, con pretensiones modernas aunque con más temporadas que su fiel Corsa gris, se mantenía a duras penas aferrado, como si tuviera velcro, a la altura del pubis cuando se tenía que poner de pie para ir al servicio, cosa que hacía tan pocas veces como ingerir aquel cóctel. Entre la oscuridad del ambiente, fragmentada con lucecitas inquietas, y la música ensordecedora que obligaba hablar al oído, parecía allí sentado un elemento más de la decoración del establecimiento, si no fuera porque movía la cabeza y de vez en cuando charlaba con algún conocido tan desorientado como él.
Así transcurrían las horas, que se diluían como el hielo de su copa, cuando un grupo de chicas se acercó para ocupar los butacones y el sofá de lo que simulaba una salita, por lo que, cortésmente, no tuvo más remedio que desplazarse hacia una esquina del mueble que, hasta ese momento, había sido enteramente suyo. Se sintió molesto, pero, al poco, entabló conversación con la joven que se había sentado a su lado, intercambiando frases anodinas sobre el local, la gente y las consumiciones. Viendo reciprocidad en el diálogo, hilvanó otros comentarios acerca de la procedencia de cada uno de ellos y las ganas de diversión que creían merecer tras soportar una dura semana de odioso trabajo. La vida había que aprovecharla, aseguró entre risas y miradas, antes de que sea tarde. La desinhibición alcohólica o el aburrimiento existencial, o las dos cosas a la vez, facilitaron un intercambio de ocurrencias e insinuaciones que animó amistosamente aquella reunión fortuita de seres noctámbulos. Fue entonces cuando sonó aquella canción de la que desconocía el título pero que podía tatarear de tanto escucharla en la radio del coche. Una música amable que lo espabilaba, le levantaba el ánimo y solía acompañarle en ocasiones durante el trayecto al trabajo. Y ahora sonaba maravillosamente fuerte y seductora a través de los altavoces. Quizás fuera eso lo que le insufló valor. Invitó aquella chica a bailar y juntos se perdieron en la pista entre las parejas que habían decidido hacer lo mismo, fundirse en la oscuridad al son de la melodía. Las horas se aceleraron, consumidas en bailes, risotadas y chistes hilarantes con los que él sabía hacerse el simpático. También su copa acusaba el paso del tiempo pues se había vaciado hasta la mitad y no albergaba ni rastro de hielo. Su interior contenía más agua que ginebra y unos insalubres pétalos a la deriva que la hacían parecer la muestra de una riada antes que una bebida, y así permaneció encima de la mesa. Se había hecho muy tarde.
La mayor parte de la fauna del local se había ido marchando conforme agotaban sus expectativas, apurando anhelos insatisfechos, monedas de la cartera y horas al sueño. Hasta las amigas de aquella chica hacía rato que se habían despedido sin que ninguno de los dos se percibiera realmente de ello entre el aturdimiento de los sentidos y el embeleso mutuo. Sólo cuando ella manifestó que debía irse, un tanto sorprendida por lo avanzado de la madrugada y lo sola que la habían dejado sus compañeras, él se ofreció a llevarla en coche hasta su casa para que no tuviera que recurrir a taxis o recorrer calles desiertas y peligrosas. Se lo agradeció, no sin ruborizarse, asintiendo con la mirada hipnótica que lanzaba desde la profundidad de unos ojos negros y chispeantes, impregnados de ternura.
A esas horas el coche parecía como abandonado, en medio del solar que se utilizaba como aparcamiento por los clientes del local, y sumido en las penumbras fantasmagóricas que proporcionaban las farolas de la calle. Encendió la linterna del móvil para alumbrar el camino hasta el vehículo y abrir con llave la puerta del acompañante para que ella tomara asiento sin dificultad ni tropiezo. Era lo que dictaba el manual básico de galantería que tantas veces había visto en las películas. Ella le sonrió desde el asiento cuando él cerró la puerta y pasó delante del coche para acceder al puesto del conductor. Apagó la luz del móvil y, antes de encender el motor, el silencio y la oscuridad inundaron el espacio que ellos habitaban en el interior del coche. Quiso ayudarla a abrocharse el cinturón de seguridad y, al acercar su rostro al suyo, ella le besó tan sorpresiva como dulcemente en la boca. Era algo que no esperaba pero tampoco descartaba. Tras el sobresalto, no pudieron reprimirse. Sin apenas pronunciar palabras, se entregaron a una pasión que venía creciendo desde el mismo instante en que coincidieron en aquel establecimiento de moda del extrarradio. Y descubrieron que las estrecheces del vehículo no impedían dar rienda suelta a los apetitos del amor y los deseos de la carne. Fue algo impulsivo que nadie interrumpió en la soledad de la noche ni ningún pensamiento perturbó unas mentes obnubiladas por un ardor inapelable.
El alba perfilaba ya el horizonte por el que el Sol emergería tras los edificios, cuando las prisas y las preocupaciones se adueñaron del cuerpo y la voluntad de una joven que poco antes no reprimía los sentimientos que erizaban su piel. La noche se escurría entre ellos como las caricias entre las yemas que recorrieron aquel cuerpo tembloroso. Y con la misma turbación del principio, tuvo que interrumpir el encantamiento de unos momentos felices que se anhelaban eternos. Ella tenía que llegar necesariamente a su casa antes de que amaneciera, y lo que era entrega se volvió rechazo. Se arreglaron la ropa y levantaron los respaldos de los asientos poco antes de que la luz mortecina de las farolas se apagara y los camiones de la basura comenzaran a hacer ruido por las calles. El motor tosió un par de veces antes de arrancar y enfiló unas avenidas todavía somnolientas y vacías hacia el otro extremo de la urbe. El breve recorrido estuvo caracterizado por la idéntica parquedad en palabras con la que se habían entregado a un arremato amoroso imposible de evitar. Porque ambos habían arribado cual náufragos a una isla en tinieblas, salpicada de lucecitas, y ruidosa, compartiendo un mismo afán: sentirse vivos y dueños de sus vidas.   
Ella le rogó que la dejara varias manzanas antes de llegar a su portal por si sus padres la estaban esperando. No quería que la vieran salir del coche de un desconocido. Nada más descender del vehículo, se alejó deprisa y sin mirar atrás. Mientras él la observaba a través de la ventanilla, se acordó de que en ningún momento de la noche se habían facilitado sus nombres, tal vez porque nunca hizo falta. No sabía su nombre y, cuando quiso llamarla, ya había desaparecido tras doblar una esquina. No fueron más que dos aves solitarias que se emparejaron antes de volver a levantar el vuelo hacia donde el viento las llevase.   
Desde entonces, él sigue acudiendo todos los viernes por la noche a aquel local para esperarla en el sofá blando, con su camisa desabrochada y blandiendo una copa de balón en su mano izquierda. Se había convertido en un cateto de medianoche.