Por: Manuel García
No estaba acostumbrado a reconocer a Català en esta clase de versos, pero esta poesía es el síntoma de una insumisión que muchos compartimos ante la degradación moral de las instituciones y de quienes nos representan. Lo que hace a este poemario tan atractivo es que esa acción social se fusiona con el Català esteta, con ese meditativo y postromántico escritor que a mí particularmente tanto me seduce. El poemario no renuncia a su poesía breve, llena de matices y estímulos, como un cantar viejo, desposeída de adjetivación, inspirada en la añoranza de los espacios y sus gentes, pero sin caer en el sentimentalismo: “cel mutant ataronjat/ efímer com fugaç estel/ fràgil com el seu esguard” (pág. 65).
Ahí se reconoce a Miquel, en ese paisaje idealizado, algunas veces turbio, típicamente mediterráneo, en el que conversa con los ausentes, con la infinidad del mar, con la limpidez del firmamento, con la umbría del Benicadell: un retrato de soledad donde las apariencias y las sombras son más manejables y más verdaderas que la propia realidad a la que asiste como un testigo escéptico: “petita lluna morena/ fes-me llum al camí/ és tan absurd el destí” (pág. 75). Al leer a Miquel reconozco a Margarit, pero también a ese tardío Romanticismo que repara en el recuerdo como única forma de sobrevivir al presente; un tono machadiano se perfila en esas evocaciones que elabora con meticulosidad, dejando entrever que en el detalle se vislumbra el sobrecogedor existir de todo cuanto nos rodea: “jo tinc un far d´esperança/ un pinet dalt de la serra/ núvols rosa de la prada/ una platja de capvespre/ blava papallona alada/ el meu cavallet de mar/ els poemes a l´amada” (pág. 101).
Enhorabuena a Miquel por su generosidad conmigo y por este trabajo.