El estreno y las funciones posteriores tenían una carga emotiva especial (para Cayetana y para el resto del reparto) que sumar a la puesta en escena de un texto complejo y emocionante de por sí. La obra de Albert Camus es tremenadamente intensa y desasosegante. Un hombre vuelve tras muchos años a la casa en la que nació, donde viven su madre y su hermana, pero no se identifica, y espera para hacerlo. Pero las dos mujeres, que regentan un pequeño hotel, suelen matar a los huéspedes mientras duermen para así desvalijarlos; y eso pretenden hacer con su actual visitante. Los silencios, el dolor, el rencor, el hastío, son elementos de un texto (de un subtexto) brutal, punzante y poético.
Tras varios años dedicados a Shakespeare y los clásicos del Siglo de Oro español, Eduardo Vasco ha vuelto al siglo XX. Su montaje, sobrio y recogido, apoyado básica y cuidadosamente en la palabra y la interpretación, convierte el escenario en una enorme cruz, reforzando lo que de ritual tiene el teatro y esta amarga función y gris función, a cuyo ambiente tenebrista contribuyen los claroscuros de la iluminación de Miguel Ángel Camacho y el contenido vestuario de Lorenzo Caprile
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Con los focos centrados en ella, Cayetana brinda una interpretación soberbia, gritando entre dientes la rabia de un personaje resentido, enfrentado con la vida que le ha tocado vivir, y con el corazón anestesiado. No la había visto anteriormente sobre las tablas, y me sorprendió. No lo hizo Ernesto Arias, luminoso en su ansioso y esperanzado personaje, ajeno a lo que le espera; ni Julieta Serrano, mezcla de dureza y ternura. Lara Grube y Juan Reguilón completan el afinado reparto de este espléndido montaje.
Una cosa más: todas las funciones a las que he asistido últimamente (sólo dos fueron el día del estreno) estaban abarrotadas. Me consta que «El malentendido» llena todos los días, y ocurre lo mismo en varios teatros. No hay nada que me alegre más y que demuestra que la gente sigue acudiendo al teatro cuando lo que se programa le resulta interesante.