Cuatro hombres: uno de ellos un veinteañero que está aprendiendo el camino de la vida: los otros tres, mediana edad, antiguos amigos.
Hoy quizás ya solo conocidos.
O socios.
O siquiera simplemente asociados por un interés común.
Puede que ni eso, ya.
El tiempo cambia muchas cosas. Para bien, y para mal.
Los que seguro van para mal son los conejos que viven en ese árido paisaje donde los cuatro han decidido plantar sus reales para divertirse cazando una calurosa tarde del estío de mil novecientos sesenta y cinco.
Una partida de caza particular de sencillas dimensiones pero con todos los elementos de una buena cacería: páramo propio, armas atronadoras, siervos prestos y bichos a los que apuntar y disparar.
Y crueldad. Bastante crueldad.
Con estos elementos como base de partida el entonces joven director Carlos Saura consiguió de su padre un préstamo de un millón de pesetas y habiendo convencido también al productor Elías Querejeta para que pusiera otro millón (un dineral en la época) agarró los bártulos y se trasladó durante cuatro semanas a un terreno que había visto casi por casualidad y que le inspiró el guión de una película que acabó titulándose La Caza, rodada en los días agosteños de 1965, como quien dice aprovechando las vacaciones, con escasos medios de producción y mucha voluntad y talento.
Una cámara Airflex y un travelling fueron los útiles con los que el llorado Luis Cuadrado trabajó a las órdenes de Saura sin que fuera necesario un solo foco; si acaso pantallas reflectoras y pare usted de contar, porque el sudor de los personajes era el propio, genuino, de Ismael Merlo, Alfredo Mayo, José María Prada y Emilio Gutiérrez Caba, esos cuatro cazadores que se reúnen a pasar el rato una tarde calurosa pegando tiros a los conejos sin importarles un ardite si tienen o no la mixomatosis, aunque a la hora de comerse la paella hay que vigilar el bicho que se cuece.
Los cuatro llegan en su Land Rover Santana provistos incluso de maletín con vasos de cristal y bebidas frescas y hielo, cargados de sed y de armas prestas a ser montadas y disparadas.
Saura recrea en apenas cien metros cuadrados de campo abierto un lugar en el que los cuatro se sentirán comprimidos, apretujados, incomodados, provocando que la artificial familiaridad inicial recordando tiempos pasados, cese y deje paso a cuestiones personales que preocupan y alejan a unos de otros ante los ojos atónitos del más joven, que se convierte en una especie de mirón que ocupa el lugar del espectador por momentos.
Lo que se presenta como una tarde de diversión se va convirtiendo en un dislate violento verbalizado en diálogos cada vez más punzantes, hirientes, provocando una gran incomodidad.
Saura inserta unas imágenes cinegéticas reales que resultan violentas en grado máximo, por lo menos para el que no sea cazador. Cuenta Saura que Buñuel le aseguró que hubiera usado conejos mecánicos. El efecto es desasosegante y seguro que hoy no se podría filmar.
Esa violencia es el motivo de la película: Saura realiza con esos escasísimos medios un ensayo acerca de la violencia humana: hay en los diálogos un cierto desprecio como antesala a la violencia; se apunta la lucha como superior a la caza que habrán de practicar menospreciando de antemano los conejos que van a morir para su diversión: en una frase de uno de ellos se enaltece la caza humana, del hombre por el hombre, como la más intensa, la mejor, la de verdad.
La violencia soterrada sale a la luz en conversaciones banales y en confidencias apartadas y pugna por hallar una expresión física más allá de los gritos y las frases insultantes.
Poco a poco, Saura construye un universo de violencia tensa entre cuatro hombres que se hallan en un entorno agreste al que han acudido teóricamente de buen grado pero de cuya decisión todos, menos uno, demuestran arrepentirse.
Saura demuestra conocer los secretos de la planificación: primeros planos se alternan con planos generales muy descriptivos en unas secuencias rodadas en blanco y negro fastuoso gracias a los buenos oficios de Luis Cuadrado que sabe aprovechar esas luces altísimas y dominarlas a su conveniencia, incluso aumentando en ocasiones el contraste, probablemente gracias a un buen filtro rojo, aprovechando las escasísimas nubes de un verano seco con un sol que cae como una losa sobre los protagonistas, esos cuatro tipos perfectamente representados por ese pequeño grupo de actores españoles de los de antes, de aquellos que sabían pronunciar el castellano de forma perfectamente audible e inteligible y, además de vocalizar perfectamente, se permitían el lujo de entonar las frases conforme al estado emocional de sus personajes, verdadero escenario de una película que puede tener múltiples lecturas pero que, en palabras de su autor, desde el primer momento fue ideada como un ensayo alrededor de la violencia humana, sin connotaciones políticas -y partidistas- que luego le han sido añadidas por algunos, cuando en mi opinión su tratamiento, centrado en el ser humano y su entorno, hace que, tantos años después de su estreno, siga siendo actual, pues no ha envejecido nada.
Totalmente recomendable su revisión para el cinéfilo veterano para reconciliarse con el cine español de calidad y absolutamente imprescindible para el cinéfilo que aun no la haya visto, para comprobar que, efectivamente, ha existido un cine español de categoría universal que con dos millones de pesetas de 1965, un páramo y cuatro actores y sin subvención alguna, consiguió impresionar en Europa y Estados Unidos hace ya bastante tiempo a un público mucho más exigente que el de hoy.
Dedicada a mi amigo Paco "Killer", que me regaló el dvd de esta gran película junto a varios más de una colección de cine español.