Le solían preguntar al maestro Berlanga sobre cómo había podido filmar y, sobre todo, exhibir en los cines de nuestro país películas como Plácido, Bienvenido Mr. Marshall o El Verdugo,que contenían más que evidentes y ácidas críticas al régimen franquista y que, sin embargo, escaparon de la asfixiante censura oficial –imperante-. El cineasta solía responder que sí había sufrido la censura, sobre todo la denominada “censura previa”, que examinaba los guiones antes del rodaje y que matizaba, cuando no amputaba, escenas y diálogos, para que se adecuaran a la oficialista moral fascista –imperante-. Berlanga explicó en más de una ocasión que la censura la ejercían y la ejecutaban sujetos de mentes muy retorcidas, que con frecuencia estaban mucho más pendientes del mensaje o imagen que se podía interpretar por parte del espectador, y no tanto de lo que realmente se contaba. Y así, no vieron la directa relación entre el fusilamiento de Julián Grimau y El Verdugo y, sin embargo, le impidieron arrancar una película con un plano general de la Gran Vía madrileña porque, según contaba el propio cineasta lo que un censor le había confesado años más tarde, “tratándose de Berlanga, seguro que saca a un cura entrando en Pasapoga”, que era una célebre sala de fiestas de la época. Esto sucede porque el censor, con frecuencia, además de un ignorante es un ser retorcido, tal y como indicaba Berlanga, y, como acogiéndose a ese refrán que cita a la condición del ladrón, cree que el resto de los mortales conviven con sus mismos traumas, obsesiones e insatisfacciones. O sea, tras todo censor se esconde un enano mental que es incapaz de ver más allá de un palmo de su nariz y que, supeditado a esa analfabeta miopía, necesita y pretende que todos los demás posean su escasa visión. Es su manera de sentirse a salvo, de sentirse protegido, en su nido de incapacidad. El problema pasa a ser mayúsculo, tal y como sucedió en España, Italia o Alemania, o como está sucediendo en Venezuela, Turquía o, más recientemente, en los Estados Unidos, cuando ese enano mental es la máxima autoridad de un país. Si la censura creativa o informativa es espantosa y merece el mayor de los rechazos y de las condenas, no nos podemos olvidar de esos otros tipos de censuras con las que convivimos diariamente y que, con demasiada frecuencia, alimentamos, ya sea por acción u omisión. La censura económica, esa que impide que accedamos a la mejor educación, a la mejor sanidad o, simplemente, al mejor de los futuros para nuestros hijos. La tenemos ahí, enfrente, a veces al lado, y apartamos la vista... sigue leyendo en El Día de Córdoba
Le solían preguntar al maestro Berlanga sobre cómo había podido filmar y, sobre todo, exhibir en los cines de nuestro país películas como Plácido, Bienvenido Mr. Marshall o El Verdugo,que contenían más que evidentes y ácidas críticas al régimen franquista y que, sin embargo, escaparon de la asfixiante censura oficial –imperante-. El cineasta solía responder que sí había sufrido la censura, sobre todo la denominada “censura previa”, que examinaba los guiones antes del rodaje y que matizaba, cuando no amputaba, escenas y diálogos, para que se adecuaran a la oficialista moral fascista –imperante-. Berlanga explicó en más de una ocasión que la censura la ejercían y la ejecutaban sujetos de mentes muy retorcidas, que con frecuencia estaban mucho más pendientes del mensaje o imagen que se podía interpretar por parte del espectador, y no tanto de lo que realmente se contaba. Y así, no vieron la directa relación entre el fusilamiento de Julián Grimau y El Verdugo y, sin embargo, le impidieron arrancar una película con un plano general de la Gran Vía madrileña porque, según contaba el propio cineasta lo que un censor le había confesado años más tarde, “tratándose de Berlanga, seguro que saca a un cura entrando en Pasapoga”, que era una célebre sala de fiestas de la época. Esto sucede porque el censor, con frecuencia, además de un ignorante es un ser retorcido, tal y como indicaba Berlanga, y, como acogiéndose a ese refrán que cita a la condición del ladrón, cree que el resto de los mortales conviven con sus mismos traumas, obsesiones e insatisfacciones. O sea, tras todo censor se esconde un enano mental que es incapaz de ver más allá de un palmo de su nariz y que, supeditado a esa analfabeta miopía, necesita y pretende que todos los demás posean su escasa visión. Es su manera de sentirse a salvo, de sentirse protegido, en su nido de incapacidad. El problema pasa a ser mayúsculo, tal y como sucedió en España, Italia o Alemania, o como está sucediendo en Venezuela, Turquía o, más recientemente, en los Estados Unidos, cuando ese enano mental es la máxima autoridad de un país. Si la censura creativa o informativa es espantosa y merece el mayor de los rechazos y de las condenas, no nos podemos olvidar de esos otros tipos de censuras con las que convivimos diariamente y que, con demasiada frecuencia, alimentamos, ya sea por acción u omisión. La censura económica, esa que impide que accedamos a la mejor educación, a la mejor sanidad o, simplemente, al mejor de los futuros para nuestros hijos. La tenemos ahí, enfrente, a veces al lado, y apartamos la vista... sigue leyendo en El Día de Córdoba