La reciente inhabilitación de Juan Carlos Cremata como director teatral, previa suspensión de “El Rey se muere”, su última obra sobre las tablas del Centro de Teatro, y la publicación en red hace algunos días de una inflamada carta del prestigioso crítico Enrique Colina motivada por el hecho, avivaron en La Habana las brasas de la polémica sobre la censura. Cariñosamente recordado por su excelente programa “24 por segundo” –reformador de nuestra cultura cinematográfica y al que más de un cubano debe su afición hacia lo mejor de ese arte– Colina sale esta vez en valiente defensa de Cremata, y por extensión de todos los creadores censurados en la Cuba postrevolucionaria.
Quien desee seguir un hilo conductor común a lo largo de esta larga vida/agonía de la “revolución” de los Castro, no tendría más que serpentear su dedo sobre la ininterrumpida línea de la censura, esa herramienta indispensable del régimen cubano, junto a la represión física, siempre usada para mantenerse en el poder contra la voluntad de mi pueblo. Semejante ejercicio confirmaría una máxima histórica: por una cuestión de esencia ninguna dictadura abandonaría jamás esta aberración sencillamente porque está codificada en su ADN, porque forma parte indisoluble de su naturaleza misma.
Los jerarcas en la Plaza de la Revolución están cabalmente conscientes de esto. Saben muy bien que si la dictadura dejara de reprimir y censurar estaría firmando en el acto su sentencia de muerte, porque la libertad de pensamiento y el libre albedrío personal, incompatibles con la voluntad retrógrada y enfermiza de los dictadores, son frutos exclusivamente cultivables en las tierras abonadas por la democracia y esta palabra está excluida del catálogo técnico de los dementores de La Habana.
La represión y la censura son a la dictadura cubana tan inherentes como lo es la fusión nuclear a la luz del sol, o como lo es la humedad al agua. De hecho, esta letal combinación constituye el único modo en que alguien puede perpetuarse en el poder durante 56 años a pesar de gobernar tan escandalosamente mal, en contra de los intereses vitales del pueblo cubano, y de haber hundido a su nación en la más grave ruina económica y moral de su historia.
Ayer fueron otros los motivos elegidos por los inquisidores, y no siempre tuvieron una utilidad o “justificación” política clara o inmediata, sino que en no pocas ocasiones sufrimos prohibiciones llanamente banales como ver vetadas aquellas geniales canciones de cuatro chiquillos de Liverpool, o de trasfondo francamente estúpido como haber vedado el culto religioso cuando esto no atentaba en modo alguno contra la estabilidad política del régimen.
Pero que a estas alturas sucedan todavía incidentes como el de Cremata desmiente definitivamente a quienes han querido limitar esta sistemática reprensión gubernamental al quinquenio gris de los 60 –que hay quien prefiere extender a decenios negros. Hoy se divisa nuevamente detrás del telón la misma mano peluda que hace medio siglo ordenara la creación de las UMAP o el ostracismo de Virgilio y de Lezama, o de tantos otros.
No existe expresión artística que haya escapado a este mal en la Cuba de los Castro. Hoy la larga zaga continúa y la misma presencia oscura denuncia a gritos que, en rigor, nada ha cambiado durante esta larga puesta en escena, solo que corren nuevos tiempos y la misma gerontocracia ahora reprueba el acceso pleno a Internet y a la TV satelital, la posibilidad de una prensa independiente debidamente legalizada y además somete a la más hermética censura a toda su prensa oficial. Todavía cada director de emisora radial o televisiva tiene sobre su escritorio, bien visible, una larga lista de música y artistas prohibidos, y las editoriales proscriben a los autores incómodos priorizando casi siempre a lo más mediocre de la cloaca del oportunismo.
Son los mismos los verdugos, solo que ya Cuba no lo es; ya Cuba se cansó definitivamente porque se conoce de memoria, de tan reiteradas, las viejas mascaradas que sólo buscan algún nuevo “… retoque de los afeites”. Por eso siempre reconfortan gestos viriles y solidarios como el de Colina y compromisos incondicionales como el de Cremata. Gestos así son necesarios para demostrar a las claras que detrás de aquella “…apelación hecha por la más alta instancia de Gobierno de asumir la realidad con sentido crítico, honestidad y compromiso ético” –único punto donde discreparía con Colina– no existen más que hipocresía y la más pura y abyecta demagogia.
Pero otra vez levita el fantasma de la censura sobre el latifundio de Birán, como un mal llamado a perdurar mientras perduren los verdugos, un mal no dispuesto a ceder, que siempre puja por extenderse fatalmente amenazador sobre las conciencias. Una vez más las sombras entronizan su dominio en medio de la aldea medieval donde lóbregos reyezuelos, ya sepultados por la Historia, tozudamente se niegan a morir.
Por Jeovanny Jiménez en Ciudadano Cero