Cerebros sin grasa

Por Sergiodelmolino

Intenté ser un intelectual de los buenos y me deshice de la tele. Ni siquiera la quiero para revisitar a Dreyer, me dije, para eso ya están la filmoteca y los cine-clubs.  Pero, a los pocos días, desistí. No porque apareciera un síndrome de abstinencia ni porque ya no tuviera temas de conversación en la máquina de café del curro, sino por algo mucho más terrible: no supimos redecorar el salón.

La tele es el centro de cualquier salón, el eje organizador en torno al que orbitan todos los muebles. Sin él, no supimos qué hacer con el sofá. Así que volvimos a la tele y renunciamos a nuestro sueño de intelectualidad pura. Guardamos las pipas de nácar y los jerseys de cuello vuelto en el mismo cajón donde reposan los tomos sin leer de À la recherche du temps perdu y todos los aforismos sobre la formulación verbal de la paradoja de Russell.

Volvimos a la tele por imperativo interiorista, y la casa tuvo de nuevo un orden y un sentido estético.

Digo esto porque luego me acusan de prestar demasiada atención a los anuncios de la tele y de expresar una irritación excesiva e inmerecida ante sus memeces. Pero como mi pasión por las artes decorativas me ha obligado a ver la tele, y la tele está llena de anuncios que me irritan, tengo que desahogarme en algún sitio. Y ese sitio está aquí.

Todos los veranos igual: campaña de productos light para desmichelinizar a los michelinizados. Cada año inventan un producto nuevo. Esta temporada, el premio a la chorrez gastronómica se la ha llevado el jamón de york sin grasa.

Sale una tipa argentina bailoteando y diciendo: “Uf, qué cansadita, cuánto esfuerzo. Para reponer fuerzas, nada mejor que esta puta mierda rosácea sometida a un intenso y agresivo proceso industrial”. Por lo visto, le han quitado las vetas de grasa al jamón y hacen una cosa sólo con el magro, y la tipa dice: “Queda el jamón, queda el sabor”.

Vamos, hombre, venga ya. Vale que es un anuncio, pero transmite una mentira que, a fuerza de ser repetida en las consultas de los endocrinólogos y en los programas de Torreiglesias, se va a convertir en verdad.

Que no, que si no hay grasa, no queda el sabor. Porque la grasa, amiga mía, es saborizante. Si la eliminas, las cosas saben menos (tienen sabores de menor intensidad), y si la añades, las cosas saben más. No necesariamente mejor, pero sí más, llenan más el paladar y producen sensaciones más fuertes en las papilas gustativas.

Otra cosa es que sea sano, que atasque más o menos arterias o que provoque más o menos infartos, pero las carnes y los lácteos desgrasados saben menos. Por eso la nata es más sabrosa que la leche, y por eso el jamón de Jabugo es más sabroso que el de Teruel, que no tiene la grasa entreverada en el magro.  Y por eso unas patatas fritas (en grasa, vegetal, pero grasa) tienen mucho más sabor que unas patatas cocidas.

Los franceses han construido toda su gastronomía sobre esa premisa: todas sus técnicas culinarias persiguen el objetivo de realzar los sabores de las materias primas. Si algo tiene una potencia de sabor de 1x, las recetas francesas tienen por objetivo conseguir que sepa 2x o 3x. Hay platos tradicionales que lo llevan al extremo. El cassoulet, por ejemplo: una bestialidad monumental que podría considerarse la sublimación de la fabada. En su receta canónica, se tarda dos días en preparar, con múltiples, variadas y largas cocciones. Lleva pato, que es una carne especialmente grasa. Su carne se hierve (para hacer caldo), posteriormente se dora en mantequilla, y una vez dorada, se confita en la propia grasa del pato, que se ha licuado previamente. El resultado es un sabor potentísimo, pero inevitablemente proscrito de muchas dietas y escandaloso para la junta directiva de la asociación de nutricionistas.

Así que si le quitas la grasa al jamón, no puede quedar el sabor, guapa bailonga. Ninguna cocina baja en grasas puede superar en sabrosura a una calórica y con bien de grasaza. Lo cual no quiere decir nada en contra de las dietas ligeras, pero no nos engañen, no nos digan que las cosas saben más o igual.

Aunque el colmo de la memez dietética son una especie de yogures que venden ahora para adelgazar. El anuncio dice, más o menos textualmente: “Tiene unos compuestos activos que actúan en el estómago reduciendo la sensación de apetito”.

Espera, ¿cómo?

¿Esos compuestos activos que actúan en el estómago no serán por casualidad alimentos? ¿Me está diciendo que ingerir alimentos reduce la sensación de apetito y que así no engordaré?

¿En serio? ¿De verdad?

¿Hasta dónde puede llegar la presunción de oligofrenia que los anunciantes tienen de nosotros? Vale que estamos adormilados en el sofá y nos tragamos cualquier cosa, pero hagan el favor de tomarnos el pelo con un poquito de gracia.

Hala, ya me he desahogado, como las cagonas de los anuncios de Activia.