Se repiten las cumbres cercanas, como se repiten los pensamientos y las alegrías del corazón. En Madrid las montañas nos abrazan llenas de siglos, pero siempre nuevas cada madrugada; como una madre que arropa a sus hijos con ternura y con susurros del alma.
Aparcamos el coche en las proximidades del embalse de la Jarosa; ya hace algunos años que no podemos continuar con el vehículo. Mochila, botas, guantes y un abrigo de más para comenzar a caminar por el asfalto que va perdiendo intensidad a medida que avanzamos para perderse en tierra antes aún de sobrepasar la granja de vacas pacientes, ausentes a nuestro andar, silenciosas y agradecidas a los primeros rayos de sol que comienzan a calentar su pasto.
A nuestra derecha escuchamos y aún vemos por entre los pinos la cercana autovía de la Coruña, a nuestra izquierda el Cerro de las Viñas con su amplio pinar donde dos personas con su cesto de mimbre rebuscan algún níscalo.
- Este año ha sido breve la temporada, no ha venido bien la lluvia.
- ¡Ánimo y éxitos! ¡Llenad la cesta!
- Veremos. Lo que encontremos hasta las doce. ¡Pasad buen día!
Metidos en la Vereda del Agua, los montañeros nos sentamos unos minutos bajo las rocas y los enebros para contemplar y admirar el paisaje.
Los montañeros estamos otra vez en un camino con asfalto. Llegados a una construcción para depósito de agua en un cruce de variedad de caminos que parecen recibir el nombre de Las Conejeras, nos metemos de frente por la llamada Vereda del Agua y también Camino de las Trincheras. Esta Vereda del Agua se estrecha entre enebros, encinas y jaras. Por abajo suena el agua del Arroyo de la Jarosa en saltarines bailes, por arriba roquedos y vegetación hacen de esta breve vereda un paseo sosegado y acogedor.
Ante las ruinas mismas de la antigua casa de los Resineros bajamos hacia el arroyo siguiendo el murmullo del agua que aquí suena a una ligerísima cascada. Antaño hubo alguna construcción para retener y servirse del agua, hoy son todo recuerdos y palabras escondidas entre los espinos y entre las aliagas.
Por aquí se esconde y cabalga la Chorrera del Arroyo de la Jarosa. Es una breve caída que suena a misterio y nostalgia, murmullo de suavísima agua como la levedad musical de la sonata para violín y piano de Edvard Grieg (Bergen, Noruega 1843 – 1907) compuesta en 1887, obra de misteriosas y audaces danzas.
Pocos metros más allá termina la Vereda del Agua y salimos de nuevo a la pista en una curva coronada por la Fuente de La Chorrera. Diversos senderos salen hacia los pinos arriba hacia la derecha para enseñarnos ruinas de los que fueron fortificaciones de aquella espantosa y siempre siniestra guerra fratricida de hace más de ochenta años.
El camino curvea en ángulo recto hacia nuestra izquierda, los montañeros seguimos pocos metros hasta terminar la pared de piedra de una pradera que acaso fue finca en otro tiempo. De inmediato nos encontramos un amplio camino de tierra que, abandonando la pista de destartalado asfalto, sube monte arriba entre canciones de agua y de pájaros. Es seguramente el mayor desnivel de toda la jornada.
Llegamos a otra pradera con pinos al fondo. Al frente y ligeramente mirando hacia la izquierda encontramos una estrecha senda, que nace entre arbustos para adentrarse entre pinos y arbustos, muy bien marcada, que nos llevará monte arriba en la dirección deseada. La fuente del Pilón de los Reajos nos indicará que estamos en el buen camino.
La Fuente del Pilón de los Reajos nos servirá para confirmar la buena dirección del sendero.
La naturaleza está jugando entre nieblas y sol, entre el tul del firmamento y la luz caliente del cielo, cuando salimos de nuevo a la pista que cruzamos unos metros más arriba para entrar por la nueva pradera es la del Asiento del Roble que desemboca en una senda estrecha y visible donde la naturaleza y la vegetación parecen haber construido una puerta de entrada entre roderas y señales en los árboles. Enseguida llegamos a la Fuente de la Pinosilla rodeada de altivos pinos, alguno señalado en el catálogo de árboles singulares de la Comunidad de Madrid.
Estamos en la Pradera de la Pinosilla delante de corpulentos pinos, árboles singulares catalogados como tales por la Comunidad de Madrid; al fondo está la nombrada Fuente de la Pinosilla.
Salimos siguiendo una senda muy reconocible, al lado mismo de la fuente. No más de cien metros hemos de dejar la senda que tiende montaña arriba hacia las cumbres y salir hacia nuestra izquierda por una senda también visible entre helechos y vegetación abundante. El desnivel disminuye aunque hemos de cruzar algún arroyo de temporada con breves subidas y descensos. Un grupo de acebos se muestran orgullosos en medio del camino, forman una cortina de luces cálidas y brillantes con el sol de esta mañana que avanza inexorable sobre la tierra tibia de este final de otoño.
Entre los álamos comemos nuestra fruta sentados serenamente, con el musical sonido de la orquesta que forman la brisa y las aves, la vida y el poema contemplado en la naturaleza.
Aumenta el pedregal cuando estamos pisando la morada de los álamos blancos, en realidad son álamos temblones, que indican la presencia de alguna corriente subterránea de agua, así se explica que estos árboles se sientan felices en este reducido espacio del que han hecho su hogar. Porque un hogar es siempre acogedor, es el lugar que se asienta en nuestra voluntad y al que siempre estamos deseosos de regresar para recomponer nuestra vida, nuestro corazón y nuestro pensamiento.
Abundan las ruinas bélicas. Numerosas fortificaciones de aquella cruenta guerra civil
Llegamos a la cumbre de solemnes vistas. Más arriba siguen otras cumbres y otras más que desde aquí no vemos hasta llenar la tierra entera de cumbres y valles, de arroyos y océanos, de vida y esperanza, de fortaleza y de paz.
Javier Agra.