Se embelesa en las palabras como si las acariciara. Como si en cada sílaba se escurrieran con parsimonia los años. Como si el color se fuera ajando para tornarse sepia, o blanquinegro. Como si de entre las imágenes de su memoria se fueran difuminando las chavalitas con piercing y, deshaciéndose por ese tiempo que corre marcha atrás, se convirtieran en niñas inocentes tocadas con grandes lazos de rafia que pudieron ser sus abuelas. O sus bisabuelas.
Juan Miguel Sánchez Vigil mima las palabras como mima las imágenes. Pinta con letras y escribe con fotografías. Y con esa amalgama mágica construye un universo de melancolía que cobra vida en libros como Chamberí en blanco y negro. 1875-1975.
Aunque no es exacto llamarlo libro. Es un proyecto ambicioso que trasciende las páginas de un volumen imprescindible en la biblioteca de todo madrileño orgulloso de serlo para convertirse en una exposición fotográfica y en un ciclo de conferencias, todo en torno a ese "distrito que hace universal lo particular". Ese barrio por el que llegó el agua canalizada a la capital, donde nació el Metro, que vio florecer palacios y casas de vanguardistas y que sirvió de inspiración y reposo a tantos poetas.
Esta mañana se ha presentado el libro e inaugurado la muestra. Lástima que Gallardón haya vuelto a mancillar un acto cultural para recetarnos su discurso político-electoralista. Quizá lo hiciera para reafirmar su porte faraónico e intentar alejar los fantasmas de una protesta bomberil que le esperaba a la puerta del Centro Cultural Galileo y seguía recordándole su enfado, con pitidos insistentes de silbatos que se colaban entre las paredes una vez comenzado el acto.
Pero no voy a hablar de política. No cuando sobre la mesa tengo una joya como la que han parido Juan Miguel Sánchez Vigil y María Olivera. Y menos cuando esa joya rinde homenaje al barrio donde nació la menda. Que soy chamberilera, sí. Y ojalá lo recordase más a menudo. Aunque sólo fuera por sacar de dentro la chulería que se nos supone a los que hemos venido al mundo en lo más castizo de Madrid.
P.D.: Tengo la suerte de que Juan Miguel escriba el epílogo de mi libro. Aún no me lo creo.
P.P.D.: Me he alegrado mucho de ver por esos lares a Muriel Feiner –le debo tantos cafés que voy a tener que comprarle la finca a Juan Valdés– y a Manuel Durán. A Antonio Cabello no le he reconocido, pero me ha interesado mucho un proyecto literario-pictórico que prevé presentar a finales de abril.