Chaquiras. Cali

Por Marikaheiki

En la Loma de la Cruz de la ciudad de Cali trabaja un hombre que fabrica joyas tejidas con las manos, dos agujas y unos metros de hilo. Se llama José Flamedes y forma parte de la comunidad Embera del litoral pacífico colombiano. Flamedes tuvo que marcharse de su pueblo y venirse a vivir a Cali donde ocupa uno de los kioskos de la Loma y vende sus artesanías. A él también le molesta el ruido de los coches en la 5ª, pero se aguanta, porque por lo menos vive de lo que ama, que es construir piezas maravillosas con mostacillas checas. Me invita a venir a su local el último día antes de mi regreso a España para enseñarme a hacer collares de chaquiras como todavía se tejen en el Putumayo y en la costa del Pacífico. A las 9 de la mañana estoy frente a su local, con un tinto en la mano y un arsenal de “pepas” y agujas en la mochila.

Desde que A y Mati me enseñaron a hacer brazaletes de chaquiras, siempre había tenido en mente que la última parada en Colombia sería en Mocoa, donde los indígenas todavía construyen sus pecheras y collares a mano y los utilizan no sólo como decoración, sino como símbolo de protección y de poder en sus rituales. Los chamanes representan en sus pulseras y collares el tercer ojo, el tigre, el guacamayo, el viento y muchas otras imágenes que llaman a los espíritus o entes de estos animales y elementos para que los acompañen durante sus viajes de yagé. Sin embargo a mí el viaje me llevó por otros caminos y al final no fui a Mocoa, así que mis ganas de aprender a hacer chaquiras se quedaron postergadas para la próxima vez. Cuando se vive de viaje, hacer planes es una pérdida de tiempo: hay que dejar a las cosas llegar. A Cali vine unos días antes de partir, con muchas ganas de quedarme quieta, abrazar a todos los desconocidos, tomar café y café con leche y café helado, bailar salsa de día y de noche y prepararme mentalmente para volver a casa después de catorce meses exactos desde mi partida. Un desafío. Así que de todos los hoteles en Cali, elegí una casa amarilla con hamacas color menta y canciones antes de la medianoche y me olvidé de aprender el arte de las chaquiras con un profesor nativo.

Pero Flamedes se cruzó en mi camino o yo en el suyo, como siempre ocurre cuando dos personas han de encontrarse. En un paseo por el parque de San Antonio un artesano me tiró el dato y acudí a Flamedes con poco tiempo y muchas ganas de aprender. Ya me avisó que en el arte de las chaquiras lo principal es la paciencia, y lo entendí perfectamente cuando, después de seis horas de clase, me fui de allí con apenas el armazón de tres líneas de dibujo. Nada que ver con este collar maravilloso que Mati se lleva a casa. Con Flamedes aprendí a unir cada mostacilla con rigor y sentido. Lo más importante para mí es comprender la artesanía local con sus tiempos de trabajo y considerar todo el esfuerzo que conlleva una pieza como ésta. En los mercados y los parches de todo el mundo distingo las “artesanías” de fábrica de las que están hechas a mano y sé que es necesario valorarlo como se merece, porque si no simplemente se pierde. Para una pieza como ésta, por ejemplo, el artesano puede tardar entre 3 días y dos meses, dependiendo de la dificultad del diseño y de la maña del artesano.

Ahora escribo desde Madrid y todo parece tan lejano, pero sé que me fui feliz de Cali: de volver a casa y bajar a tierra todo lo aprendido, de haber vivido todas estas cosas preciosas, de los últimos abrazos, de querer incondicionalmente y porque sí, de las expectativas de hogar, de todo lo que escribí sabiendo que iban a ser las últimas palabras del viaje y cada una (cada detalle del día) era importante. Me sorprendió un bonus track en Medellín: S me llevó a su finca en el Tablazo y deseé quedarme al borde de la quebrada chiquita y las colinas como cubiertas de musgo verde. La montaña siempre me renueva las energías de continuar caminando. Me di cuenta de que hay que dejarse cosas por hacer para poder volver a un lugar y revisitarlo de cero. En Medellín, por ejemplo, aún me falta vivir entre las lomas y las matas colgadas de las paredes de ladrillo blanco. De Cali, construir con mis manos un collar hermoso en colores, darle la magia y el poder de ser un talismán para los otros, como lo fueron los cuadernos una vez. Todavía de Madrid me quedan sueños por cumplir, aunque haya vivido aquí veintitrés años, seguramente el mayor de todos sea conocerlo con ojos de extranjera, besar las manos negras y trasnochar en los bares de rock. Y de Barcelona. Pero de momento, la intuición marca hacia el sur y no sé cuánto tiempo podré quedarme quieta.

Si algo he aprendido es que hay que dejar a la vida ocurrir y sorprendernos por sí sola. La deriva es magnífica. Algunas veces el destino nos tiene reservados recovecos en los que quedarnos atrapados, o sorpresas, o caídas libres hacia el océano, pero como estamos mirando hacia el futuro con tanta impaciencia nos lo perdemos cuando llega. Nos parece sólo un chispazo lo que debimos ver como un comienzo. Así que, de momento, me quedo mirando a través de una ventana de infancia que el cielo se ilumine y se marquen los trazos de un nuevo camino como luces rojas.

Porque eso sí: la magia siempre llega.