Chatarra

Publicado el 15 octubre 2014 por Benjamín Recacha García @brecacha

Julián se sentó en un banco del parque al que acudía cada mañana para descansar unos minutos mientras comía el mendrugo de pan duro que constituía su almuerzo. No fue fácil para un hombre que había entregado treinta años de su vida a la empresa en la que empezó como aprendiz a los 16 asumir que probablemente no volvería a encontrar un empleo. Poco importó que hubiera sido un trabajador ejemplar, que en treinta años no hubiera faltado más que cuando nacieron sus dos hijos y cuando murió su madre. Poco importó su compromiso intachable cuando la multinacional decidió cerrar la planta española por haber dejado de ser rentable. Se ve que en la República Checa los sueldos eran aún más ridículos y los empleados estaban dispuestos a trabajar más horas.

Julián se preguntaba ahora qué sentido había tenido aceptar las sucesivas reducciones de salario y los incrementos de jornada. En realidad no habían hecho más que alargar la agonía. A la hora de la verdad nada importaron los sacrificios. Todos a la puta calle con una indemnización vergonzosa que quizás algún día acabaran cobrando del Fondo de Garantía Salarial.

De momento, Julián había agotado los dos años de prestación de desempleo y la “ayuda” posterior. Nadie podía acusarlo de no haber buscado trabajo. Llevaba casi cuatro años intentándolo. Pero, claro, quién iba a querer contratar a un “viejo” cincuentón.

Había hecho alguna chapucilla. Una mudanza por aquí, una reparación por allí… Había conseguido un par de contratos de una semana para limpiar naves industriales y algún encarguillo como transportista, pero los gastos y las deudas estaban ahogando a la familia y había tenido que vender la furgoneta. Con los 2.000 euros que sacó por ella habían podido pagar el último curso de la carrera de su hija, que ahora también buscaba un empleo, después de haber terminado las prácticas no remuneradas.

Gracias a Dios, el pequeño llevaba un par de años trabajando los fines de semana en una discoteca. De momento lo compatibilizaba con los estudios, pero tenía toda la pinta de que acabaría dejándolos.

Adela, su mujer, hacía arreglos de costura en casa. Por supuesto, en negro. Cuando la espalda se lo permitía limpiaba en un par de porterías del barrio. Los meses más productivos sacaba 400 euros. También a ella le habían dado la patada. Demasiadas bajas, demasiadas visitas al médico, más de las que la empresa se podía permitir.

Tampoco podía pasar muchas horas fuera de casa, pues tenía que cuidar a su padre octogenario, que vivía con ellos. Tenía reconocido un grado de dependencia 3, pero el gobierno había congelado las ayudas por la crisis. De hecho, la mujer que enviaban para cuidarlo ya no iba todos los días, como al principio. Ahora se tenían que conformar con dos horitas tres días a la semana. Les habían dicho que como ella, su hija, estaba en casa, ya no necesitaban tanta ayuda exterior.

No lo estaban teniendo fácil, desde luego que no. Para colmo, la hipoteca. Les quedaban sólo cinco años para acabar de pagarla, pero cada vez suponía un esfuerzo mayor. Estaban planteándose seriamente acudir a una de las reuniones de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, a ver si era posible lo de la dación en pago. Desde hacía algunos meses tenían que tirar de los ahorros del abuelo para poder pagar las facturas, y aún así había días en que Julián y Adela se iban a dormir sin cenar.

Total, que ahí estaba él, tomándose un breve descanso antes de seguir la ronda diaria en busca de chatarra. Con suerte regresaría a casa con 30 euros en el bolsillo. Al principio se moría de vergüenza ante la posibilidad de que alguien lo reconociera mientras metía la cabeza en un container. Ya le había costado horrores hacerse con un carrito del Mercadona… Pero después de la primera semana se le quitaron todos los prejuicios. Lo único que importaba era que acababa la jornada con algo de dinero que llevar a casa, un dinero que haría posible que sus hijos comieran al día siguiente.

Mientras apuraba el trozo de pan reparó en el periódico que alguien había tirado en la papelera que había junto al banco. Se incorporó, alargó el brazo y lo cogió. Hacía tiempo que no hojeaba uno de aquéllos. La verdad es que hacía tiempo que no estaba al tanto de las noticias. Le bastaba con escuchar a su hija, que cada noche lo ponía al día.

Era una buena chica, inteligente, concienciada socialmente, con mucha personalidad, ideales y una ideología incorruptible. Estaban muy orgullosos de ella. A Julián le recordaba al joven idealista que había sido muchos años atrás, activista durante su época de estudiante en plena Transición. Algún palo se había llevado corriendo delante de los grises. Ahora, sin embargo, escuchaba a su hija y aunque le gustaba lo que decía le sonaba a fantasía. La vida le había demostrado que lo que mueve el mundo no son precisamente los ideales y que la conciencia de clase está muy bien como concepto, pero la realidad pone a cada uno en su sitio: el que tiene dinero, triunfa, y el que no, se come los mocos. La solidaridad entre iguales desaparece cuando te estás jugando el sustento de la familia. “Ese ha sido el fracaso de tu generación, papá. Y así nos vemos ahora. Pero las cosas están cambiando. La gente empieza a reaccionar y esos malditos parásitos que nos han llevado a la miseria tienen los días contados”, le respondía Mireia cuando él se empeñaba en verter dosis de fría realidad a sus encendidos discursos.

Julián leyó el titular del periódico, sonriendo aún por el recuerdo de esas charlas familiares: “Los consejeros de Caja Madrid gastaron más de 15 millones de euros mediante tarjetas opacas”. Leyó la entradilla de la noticia: “Un total de 86 consejeros colocados por partidos y sindicatos disfrutaban de tarjetas de la entidad para sus gastos personales, que no tenían que justificar. Entre los beneficiarios se encontraban el presidente de la caja, Miguel Blesa, que gastó más de 400.000 euros en hoteles de lujo, safaris y joyas, y el que fuera vicepresidente del gobierno de Aznar y presidente de Bankia, Rodrigo Rato, que gastó casi 100.000 euros, llamando la atención los 3.500 euros destinados a la compra de bebidas alcohólicas…”

Julián chasqueó la lengua y buscó el siguiente titular. Hacía tiempo que había perdido la esperanza en la regeneración de la sociedad. Era de los que opinaba que el sistema estaba podrido y que no tenía solución. Desconfiaba de todo y de todos. Sin embargo, leer aquello despertaba su indignación. “El Tribunal Superior de Justicia de Madrid condena al juez Silva a 17,5 años de inhabilitación por encarcelar a Blesa”… Vaya, el mismo Blesa que se había forrado a costa del contribuyente y que vivía una vida de lujo y desenfreno sin remordimiento alguno por fundirse los ahorros de la gente a la que la caja que presidía desahuciaba por no poder pagar sus deudas con la entidad… “Pues sí que funciona bien la justicia en España, sí”, murmuró un Julián cuya indignación iba en aumento.

“El consejero de Sanidad de Madrid llama mentirosa a la enfermera infectada de ébola”. El tercer titular prometía… “El consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, Javier Rodríguez, ha afirmado que la enfermera contagiada por ébola ocultó al médico de atención primaria que había estado tratando al misionero Manuel García Viejo, que murió a causa de la enfermedad. Ha añadido incluso que pudo haber estado mintiendo sobre su fiebre…”

“Muy elegante, sí señor. Una profesional que arriesga su vida por cuidar a un enfermo terminal contagiado de un virus infeccioso mortal, y la máxima autoridad sanitaria de la comunidad se ensaña con ella”. Julián ya tenía suficiente. Se levantó del banco, volvió a dejar el periódico en la papelera y reemprendió su jornada laboral en busca de chatarra, empujando un carrito metálico del Mercadona.