La ciudad desde el piso 103 de la Willis Tower
Chicago debe estar cansada que la comparen con Nueva York. Es más pequeña, dicen. Más económica, menos sucia, más tranquila, ordenada, no tiene tantos rascacielos; el tren y los buses funcionan mejor. Hace más frío, tiene más viento. Chicago debe estar acostumbrada a los juicios, como si se sentara a esperar que todos los que llegan le digan qué piensan de ella, a favor o en contra.
Chicago no es como Nueva York, digo yo, que no escapo a esa observación. Es la ciudad del viento y se luce siempre cuando choca en las esquinas; agita el cuerpo, te despeina. Lleva su distinción con calma y ahínco, despejando el paisaje o cubriéndolo con una bruma espesa que le da un aire oscuro, tenebroso, pero sutil. Sucede sin esfuerzo, a paso impredecible.
Una ciudad que pocas veces ve el sol, saber cómo ser agradecida cuando aparece. Olvidan los pantalones largos, las chaquetas gruesas; se vuelven danza y música frente al lago, en el parque, en la fuente, en la acera. No importa si son siete, nueve, doce o diecinueve grados. Mientras haya sol, Chicago entera sonríe porque no sabe si volverá a tener un verano de apenas un mes y hay que aprovechar cada instante, antes que las esperas en los andenes vuelvan a ser largas y oscuras a mitad de tarde; antes que la brisa cubra las direcciones y apure los pasos para llegar a casa o a ese sitio caliente que es como un cobijo.
La neblina se posa sobre todo
Pero poco a poco comienza a salir el sol
Por eso me reí cuando después de cuatro días de sombra, el sol se posó en la ciudad y la gente se volcó a sus calles. El sol como un talismán. Entonces, iba la chica descalza por el lago, en bikini y chaqueta, agotando lo que quedaba de tarde. Y pensé que debería usar una cosa o la otra, pero que tenía varios meses sin ver un día claro y que quizá mejor eso que nada. Así como otras dos que mientras esperaban el verde del semáforo, estrenaban un bronceador en plena esquina, extendiendo los brazos a la luz, al mismo tiempo que a mí la brisa me quemaba las orejas.
Fue el viento de Chicago el que extendió el fuego aquel 8 de octubre de 1871 por tres días, devastando seis kilómetros cuadrados de la ciudad. Fue el sol el que vio renacer una urbe y alzarse gloriosa sobre sus cenizas. Así aprendieron a desenvolverse aquí, entre el escalofrío, el vacío, la bruma, la brisa, la claridad como alivio. Y quizá por eso me parece que a Chicago hay que admirarla desde sus raíces, saber mirar hacia arriba y entender que es más que edificios altos.
No me había pasado en ninguna otra ciudad que alguien se me acercara a preguntar si sabía la historia de cualquier construcción que me quedara viendo distraída. Dije que no varias veces, porque estaba claro que no la sabía y así me contaban algún dato curioso como que en el hotel Palmer House, que es uno de los más antiguos de Estados Unidos, fue donde se inventó la receta del brownie; o que desde el baño de damas del restaurante The Cheesecake Factory que está en el John Hancock Center, se tiene una de las mejores vistas de la ciudad, sin pagar los 19$ que piden para subir al piso 103 de la Willis Tower y asomarse a sus balcones de vidrio. Este, por cierto, es el segundo edificio más alto del país y no se me olvidará jamás que tiene 16 mil ventanas.
Entonces, el sol estalla y reconforta
Uno se entera de esas cosas por simple curiosidad. La misma curiosidad que te lleva a perderte en el mapa para buscar un letrero que marca el comienzo de la famosa ruta 66, pero que te lleva a otro que cuenta que justo en esa estación de tren fue por donde llegó Muddy Waters a Chicago -considerado el rey del blues-, junto a miles de inmigrantes después de la segunda guerra mundial. Eso se conoció como la “Gran Migración” del sur y gracias a ellos se quedó impregnado en las calles de Chicago un blues distinto, que va a su propio ritmo.
Entonces me da por pensar que gracias a eso es que a Chicago le salta música desde todas las esquinas y que los subterráneos son el escenario perfecto para esos músicos de calle con voces profundas y habilidades en las manos para la guitarra, el saxofón, el piano, el bajo. A mí, que me gustan esos sonidos porque estoy casi siempre viviendo en otra época, me resultaba casi necesario ir a un bar de jazz y por eso fue que terminé en Green Mill, al borde de una tarde, para escuchar la contundencia de un piano desde la barra.
Chicago, que también creció con la mafia, guarda este lugar desde hace casi cien años, y era –casi nada- uno de los refugios preferidos de Al Capone, al que todos mencionan. Él, que se sentaba siempre en la misma mesa para poder ver estratégicamente las dos puertas del local, tenía unos túneles para poder huir. Y eso está allí en Green Mill: los túneles, las mesas, el jazz y cervezas por 5,50$
La curiosidad también te puede llevar a entrar a un templo budista en el Chinatown de Chicago. Y puedo contarlo porque a mí me pasó, que después de escudriñar por la vidriera, estábamos ahí –otra curiosa y yo- quitándonos los zapatos para poder pasar a ese espacio sagrado, lleno de dioses, ofrendas y meditación. No está escondido, pero la tienda que lo arropa tampoco indica con exactitud lo que está en su patio. Por esa misma razón (por la curiosidad) es que un domingo asistí a una celebración polaco-católica-cristiana en la plaza Daley y al día siguiente me encontré a mí misma sentada bajo un templo de la fe Bahá’í, de la que no sabía nada, pero donde entendí que era importante para ellos crear un sitio bello y luminoso en el que se pueda ir a conversar con Dios.
Ya saben, el templo budista en Chinatown
Y el templo Bahá’í, para contrastar
Aún estoy tratando de asimilar que intentó decirme Chicago con sus sitios disímiles y por qué mi curiosidad me dirigió a esos lugares. Eso pasa cuando viajas, hay un componente que aparece de repente y le da un giro a las cosas, pero también le otorga sentido a tu paso por la ciudad. Por lo pronto, dejaré que la ciudad me siga sucediendo entre líneas.