Ya conté en la entrada del domingo pasado que había sacado tres libros de Michael Chabon (Washington D.C., 1964) de la biblioteca de Retiro. Si a Los misterios de Pittsburgh (1988) me llevó la entrada que la wikipedia dedica a este autor, con esta nueva novela, Chicos prodigiosos, me ha ocurrido lo mismo. Reproduzco aquí el párrafo que consiguió captar mi atención: “Después del éxito de Los misterios de Pittsburg, Chabon pasó cinco años trabajando en su segundo proyecto, al que llamó Fountain City. Se trataba de una ambiciosa obra que giraba alrededor de un arquitecto que construye un campo de béisbol perfecto en Florida. Escribió más de 1.500 páginas que acabó resumiendo en 672 para entregárselas a su agente, quien después de leerlas no dio el visto bueno a la obra. Después de abandonar el proyecto y pasar por una pequeña crisis creativa, comenzó a escribir la que sería definitivamente su segunda novela, Chicos prodigiosos, en la que se basaría en sus experiencias con Fountain City para contar la historia de un escritor frustrado que pasa varios años escribiendo una novela”. (Ver entrada de la wikipedia AQUÍ). La acción de Chicos prodigiosos vuelve a situarse en Pittsburgh; pero ya ha pasado una década desde la novela anterior y ahora estamos a principios de los 90. La voz narrativa de Chicos prodigiosos es la de Grady Tripp, un profesor de literatura de 41 años, que en el pasado disfrutó del reconocimiento artístico gracias al éxito de sus primeras novelas y que ahora –desde hace siete años– se encuentra estancado en la redacción de una obra (titulada Chicos prodigiosos), que ya ha alcanzado el desproporcionado número de 2.611 páginas. Aunque se trata de una evocación desde un futuro más o menos lejano (como comprendemos en las páginas finales del libro) y en algunos momentos Tripp evoca su pasado, el cuerpo principal de la narración se desarrolla en tres días, en un fin de semana en el que en la universidad de Pittsburgh tiene lugar un festival literario.
Como era de esperar, el tono de esta novela es mucho más cínico que el de Los misterios de Pittsburgh. Si en esta última Art Bechstein, el joven protagonista, vive un verano crucial que marcará el final de su primera juventud, en Chicos prodigiosos Tripp, adicto a la marihuana (el traductor le llama “porrata”, palabra que nunca había oído; en mi barrio siempre se ha dicho “porreta”) no tiene ningún alto concepto de sí mismo: “No voy a pretender convencer a nadie” (pág. 40); “En un nuevo episodio de su prolongada carrera de hombre insensible y despreocupado” (nota: habla de sí mismo) (pág. 109); “Comprendí que podía escribir diez mil páginas más de brillante prosa y no por ello dejar de ser un minotauro ciego dando traspiés sin ton ni son, un ex chico prodigioso fracasado, adicto a la marihuana, con problema de obesidad y un perro muerto en el maletero del coche” (pág. 253).
En gran medida Chicos prodigiosos habla de escritores, y su retrato no acaba siendo muy favorecedor: “Se me ocurrió la idea de que un editor era una especie de Oppenheimer en versión artística y necesitaba gruesas gafas protectoras para contemplar el tremendo resplandor producido por la vanidad de los escritores” (págs. 266-267).
Durante los escasos días que dura el festival literario, Tripp recibe la visita de su antiguo amigo de la universidad Terry Crabtree, que también es su editor y al que le apetecería echar un vistazo a la novela que Tripp dice que ya ha acabado. Crabtree no va a poder seguir dando la cara por Tripp en la editorial durante mucho más tiempo, y necesitaría de él una buena novela ya. La abundancia de hechos es apabullante en los tres días de este libro: el mismo viernes que Tripp recoge a Crabtree en el aeropuerto su mujer le ha abandonado, presumiblemente porque ha descubierto la existencia de su amante: Sara Gaskell, rectora de la universidad, y mujer de Walter Gaskell, el director del departamento de Inglés, y por tanto jefe de Tripp. Esa noche, además, Sara le cuenta a Tripp que está embarazada de él. Y por si fuera poco Tripp interrumpe el intento de suicidio –en el jardín de la casa de los Gaskell– de uno de sus alumnos de escritura creativa, James Leer, un joven sensible y atormentado que hasta cierto punto me recordaba al Art Bechstein de Los misterios de Pittsburgh. Tomando todos estos nudos narrativos la novela avanza con un ritmo frenético: James parece quedar bajo la tutela protectora de Tripp y pasar a ser objeto del deseo homosexual de Crabtree; y después del robo de una extraña posesión fetichista de Walter Gaskell y la muerte de un perro ciego, Tripp, acompañado de James, conduce el sábado hasta la casa de sus suegros con la intención de hablar con su mujer. Tripp es huérfano (hijo además de un padre suicida) y la familia de sus suegros, que posiblemente va a perder, ha constituido hasta ahora su recreación de un núcleo familiar: sus suegros son judíos, y sus hijos adoptados son judíos procedentes de Corea. Las escenas situadas en la casa de los suegros son vigorosas y divertidas; y con ironía se describen las curiosidades de los ritos judíos (Chabon es un escritor judío, y Art Bechstein, el protagonista de Los misterios de Pittsburgh también lo era).
En cierto modo, me ha parecido que la intención paródica y humorística (quizás como deseo de quitarse la frustración del largo tiempo que había dedicado a su fracasado proyecto anterior) de Michael Chabon en esta novela acaba jugando en su contra, y termina por presentar situaciones rocambolescas y en gran medida inverosímiles, que me han hecho avanzar por un gran número de páginas de la segunda mitad del libro con una mirada escéptica sobre lo leído; aunque también divertida, a pesar de no poder olvidar el delirio narrativo de lo contado. En este sentido me ha recordado a la reciente literatura inglesa satírica, como la novela Barras y estrellas del escritor inglés William Boyd.
Destacaría las reflexiones que Chabon hace sobre los escritores. La presencia de un escritor pulp –que se parece a H. P. Lovecraft– llamado Albert Vetch, que firma sus libros como August Van Zorn, y que vivía en la buhardilla del pequeño hotel de la casa de la abuela de Tripp, en la que éste creció, recorre los pensamientos del protagonista durante toda la novela, y consigue darle al libro un toque misterioso y melancólico. Vetch fue la primera persona que conoció Tripp víctima de lo que él llama el mal de la medianoche: “Este mal es un insomnio de origen emocional: el paciente se siente en todo momento –aunque escriba al amanecer o a media tarde– como si estuviese echado en un asfixiante dormitorio, con la ventana abierta de par en par” (pág. 28). El mal de la medianoche me ha hecho pensar en el síndrome de Zuckerman del que habla Philip Roth, sobre los conflictos de los escritores con la realidad que los rodea. Pero, en todo caso, Chabon no profundiza en estas ideas como para poder compararse con lo escrito por Roth.
En realidad, el comienzo de Chicos prodigiosos era muy prometedor y, aunque mis expectativas no han acabado de colmarse, la novela tiene mucho sentido del ritmo, las escenas están dibujadas con precisión (aunque se trate de una precisión delirante) y hay más de un momento divertido y brillante en este libro, lo que hace que, aunque no esté a la altura de los grandes clásicos modernos norteamericanos (y estoy pensando de nuevo en Philip Roth), su lectura me haya resultado agradable.