Chile: Uno de mis rincones escondidos favoritos del mundo ( y donde el diablo perdió el poncho)

Por Gialuxa @viajerasoy

“Volver a ser de repente tan frágil como un segundo, volver a sentir profundo como un niño frente a Dios. Eso es lo que siento yo, en este instante fecundo.. ” (Violeta Parra)

Hace un par de semanas luego de una llamada telefónica agarré mi maleta roja, pañuelo egipcio, mi hija gata, y partí rumbo al lugar donde pasé toda mi infancia hasta los 17 años.

Regresé a esa ciudad en donde me embriagaba de insomnio pensando en otros mundos; compartía picnics en medio de la nada; en donde ver televisión estaba prohibido porque ensuciaba la mente, y la leche se compraba por litros a un señor que pasaba en carreta cada semana.

Aquí fue donde crecí, donde saboreaba la “sopa de pantano” que preparaba mi nana, donde me enseñaron que todos somos iguales y que ¡a nadie le falta Dios!… Mi cable a tierra, uno de mis favoritos en lista de destinos del mundo. Hijuelas y La Calera de CHILE. (justo al medio de estas dos)

Mi papá me dice que está tan mala la tele, que hasta el canal de animales se puso fome, que ahora muestran a puros perros, y yo no puedo parar de reir, le pregunto sorprendida ¿cómo? ¿Y los realities de animales salvajes que antes mostraban? Me dice que son historia, pero que ahora ve un canal alemán súper bueno, porque el chino del que era fanático hace algunos meses se lo cortaron (y esa sencillez con la que me lo dice, es lo que más me gusta de estar de vuelta en casa).

Acá la gente es bien humilde y tienen un tono medio awasao para hablar. Las conversaciones se basan en cosas del campo, ¿irá a llover o no?, ¿sabía ñora dicen que se oscurece el mundo en diciembre?, ¿vamos a ver cuántos hueos puso la gallina?, ¿Quiere florcitas?

Y así rodeada de cerros, el río y campos, me enternezco en la ciudad donde la agronomía y agricultura son los motores de vida para muchas familias, y el uniforme de trabajo son unas buenas botas, la ropa más vieja, y una buena chupalla por si el sol esta pegando.

Y voy en el auto sentada de copiloto, que más claro, por estos días ya no tengo el mando. Y paseamos entre cerros perfectamente delineados cubiertos por frondosos árboles, mientras una suave llovizna empaña el parabrisas, y me impide seguir viendo el camino soñado.
Le converso de lo hermoso que está el paisaje, y me asegura que estoy en lo cierto, que Chile es uno de los países más bellos que existe porque tiene todos los climas inimaginables.

Él nunca ha salido de aquí, pero de Chile sí que sabe, gracias a el conocí casi todo el territorio. Este hombre no necesita ver el tiempo para saber si va a llover, ni las noticias o Twitter para informarse si viene un terremoto, se guía por instinto, la luna y señales que le da la naturaleza cuando necesita enterarse de algo.

Por un instante me detengo a pensar que no está en lo correcto, que hay muchas repúblicas con climas incluso más variados, pero las palabras no me salen porque estoy embobada con el paisaje, y tengo unas ganas locas de bajarme y salir corriendo por los campos.

Nos vamos a visitar a uno de sus amigos que no veo desde hace ya varios años, nos saludamos como si siempre hubiéramos estado en contacto, y ahí empieza la interrogación típica a la que ya estoy acostumbrada… ¿cómo le fue en la India?, ¡que bonito el aro que lleva en la nariz!, ¿dejó a un amor por allá?, ¿cuál es el próximo destino que tiene planeado?

Hipnotizados por el olor a pan amasado que con tanto amor nos prepara la señora Teresa, regresamos a casa cada tarde después del trabajo. Me siento como la hija prodiga, y cada día luego de beber el jugo de naranja recién exprimido que me endulza la vida cada mañana, me pregunto ¿En qué demonios estaba pensando cuando decidí partir de aquí?

Y me acuerdo que la pieza en la que dormía había un mapamundi gigante de cartón que ya no está, y un cuadro al pie de la escalera de una mujer sentada con un libro en sus manos, titulado “la viajera” del pintor chileno Camilo Mori. En su reemplazo me topo con una vitrina llena souvenirs de todos los rincones inimaginables, una colección de tesoros que cada año me encargo yo misma de irle aumentando.

El jardín parece un arcoíris de flores, el canto de los pájaros se asemeja a una orquesta sinfónica, una abeja reina me zumba en el oído como si quisiera decirme algo, y mi abuelita que tiene 99 años me dice que no le gusta nadita el gato negro de guantes blancos que anda por la casa rondando…