El tiempo tiene la juguetona atribución de convertir nuestros recuerdos en un ensueño
difuso, donde lo que parecen meses, en ese calendario que jamás se equivoca y nos
constriñe a todos en el mismo viaje de la vida, esos meses nebulosos se tornan años,
décadas...
Chinchón parecía asomarse a los miradores de mi memoria con contornos y perfiles
perfectamente distinguibles, como los pliegues de la colina que vislumbramos a través de
la ventana. Regreso casi dos décadas después. Nada ha cambiado. La misma faz atávica
(añeja, antepasada) de entonces. Es precisamente esa pertinacia por retener la
autenticidad prístina lo que convierte a Chinchón en uno de los pueblos más hermosos de
España. Calles, balcones, soportales de madera colonial, sobria, oscura, señorial, son
genético material de soporte existencial de esta romántica villa inalterada.
De pronto estoyinmerso en los tiempos de Felipe V, Juana la Loca y Felipe el Hermoso, Lope de Vega y de los desalmados desafueros desaprensivos de Mendizabal. Esto es el medievo y aquí se habla de romances declamados, conjuras sibilinas, retórica, poesía de trovadores y teatros montados con cuatro tablas y dos clavos, hambruna en las calles, yuxtapuesta (junto a) a la inmundicia, mientras unos monarcas altaneros vislumbran el mundo desde las atalayas del castillo de los condes, destruido en 1520 en las batallas contra los comuneros. La Plaza Mayor, una de las más hermosas del mundo, eso se canta, narra, recita y proclama en todos los idiomas humanos, es pintoresca, autóctona, intachable su semblante original. Huele a madera rugosa y anciana. Oscura, como la madera más noble, sabia como el mismo tiempo, retiene su belleza con orgullo desafiando a todas las eras del mismísimo universo. Colonial, señorial, decía antes, se niega Chinchón a concederle audiencia a la modernidad impersonal y aséptica. Prefiere mimar sus cicatrices y huellas digitales, que a fin de cuentas son el arroyo genético por el cual discurre su historia legendaria. Medio pueblo está en venta... veo carteles, pegados como grapas oxidadas, en paredes abombadas, agrietadas, deformadas por el abandono y la carencia de restauración. Hogares que procrearon historias de sagas familiares ahora se mueren de
pena, conjurados en un funeral colectivo de casas desterradas, infamadas. Casas
patizambas, cojas, heridas de muerte, conservan su belleza añeja y trasluce ésta a través
de la miseria decadente de sus muros enfermos.
A tiro de piedra de Madrid, a 50 kms de la titánica urbe, se yergue Chinchón sobre la
altiplanicie de El Llano. Es lúdico escoger personajes de figurantes y actores y volar con la
imaginación para recrear un escenario en el año 1060, cuando irrumpía a la conquista de
la villa Fernando I El Magno. Alfonso VI reiteraba la gesta en el año 1082.
DATOS
EN EL AÑO 1739 FELIPE V OTORGA A CHINCHÓN LA DISTINCIÓN ILUSTRE DE MUY NOBLE Y MUY LEAL POR LA LEALTAD HACIA LA CASA DE LOS BORBONES EN LA GUERRA DE SUCESIÓN. AÑOS DESPUÉS ALFONSO XIII CONCEDE EL TÍTULO DE CIUDAD Y TRATAMIENTO DE EXCELENTÍSIMO A SU AYUNTAMIENTO.
Como una marea veleidosa (inestable, caprichosa) todo nos retorna a la Plaza Mayor,
epicentro de todas las miradas y “quereres”... Madre magna, ágora máxima que concita a
“feligreses” de los placeres culinarios de todo el país, tirando de volumen humano como si
se estirara a capricho. Se come bien en Chinchón, es un hecho casi indiscutible. Tapas,
raciones, cochinillo, cabrito, guisos, carnes, potajes y sopas... todo ello cocinado a fuego
lento en hornos de leña. Salivan los gaznates y paladares mientras se cosen unas a otras
las palabras...
Dicen que es esta plaza una de las más bellas del mundo. No en vano, fue declarada en
2008 como la cuarta maravilla de la Comunidad de Madrid. Aquí se han celebrado
festejos taurinos y en su escenario, diáfano y circular, se llevaron a cabo autos
sacramentales, representaciones sacras y comedias que la gente podía observar y
disfrutar desde los soportales y balcones de madera. El ayuntamiento lleva ahí desde
1499, cuando el concejo adquiere unas casas para sus reuniones a colación de las ferias
de ganado. No soy turista de plato y cuchara, más bien explorador infatigable. Por ello
voy en pos de nuevas emociones: cocinar a fuego lento las palabras para extraer todo lo
que Chinchón tenga a bien ofrecerme. La casa de la cadena me deja bastante indiferente:
un bloque de piedra clara sin formas orgullosas ni creativas que parece conformada con
su robustez y sencillez. Aquí se alojó Felipe V a su paso por la villa en 1706.
La repostería de Chinchón no es como para hacer mofa ni mohines de aspereza. Yo y ese
lado de mi ego con tendencia a la espiritualidad nos pasamos por el monasterio de
clausura de la Purísima Concepción de Clarisas descalzas para hacer acopio de algunos
mantecados artesanales. Merece la pena. Llamas al timbre y enseguida una voz al otro
lado. Se abre el portón de madera, que por unos momentos revela una cierta intimidad
prohibida para quienes vivimos al otro lado de la mansedumbre, sosiego, paz y calma que
destila el patio que me recibe, plagado de plantas bellas, ornamentales, extraídas a caso
de un lienzo de algún patio andaluz. Desde cualquier punto en la lontananza puedes avistar la enorme estructura blanca de la iglesia de Nuestra Señora de la Concepción.
Bonita por fuera, imponente y robusta, se abre como una flor majestuosa en el interior para exhibir todo su esplendor. Su construcción concluye en 1626 y amalgama entre sus muros estilos arquitectónicos platerescos, góticos, barrocos y renacentistas. Pero una joya inesperada me espera oculta, como si su intención fuese pasar desapercibida. Dirijo mi mirada al Altar Mayor para descubrir el lienzo de Goya “La Asunción de la Virgen”, una obra que surge a petición de su hermano Camilo, capellán de esta iglesia.
Señero, solitario, alma de anacoreta (ermitaño) tiene el castillo de los condes. Aquí no
existe la terminología para definir la lejanía. Todo concepto análogo desaparece a golpe
de talón, suela y caminata. Un paseo nada tortuoso ni fatigoso me planta ante las ruinas
de una fortaleza bonita, majestuosa aunque nada impresionante. El castillo de los condes,
construido en el siglo XV, conoció tiempos mejores antes de que las batallas contra los
comuneros lo dejasen derruido y “comatoso”. Diversos desastres, incendios, las guerras
de Sucesión y de la Independencia lo dejaron finalmente febril y desahuciado. En todo
caso, es visita obligada y no faltan modelos y fotógrafos que posen ante su sudario
desnutrido para imaginar su grandeza extinta. No se puede entrar. Una puerta bloquea el
acceso al recinto vacuo que hoy ocupan fantasmas y susurros guturales del viento. Las
ruinas son el recuerdo oprobioso “deshonroso” de la fortaleza que reconstruyera Diego
Fernández de Cabrera, conde de Chinchón y Señor de Boadilla y Villaviciosa; hombre
preeminente en la corte de Felipe II.
Es recomendable curiosear, como lo hacen las mariposas y el mismo viento, por ese
interior majestuoso del Parador, antiguo convento de los agustinos. Diseño arábigo con
arcos de ladrillo y pequeños parterres que invitan a la reflexión sosegada.