Me apena la muerte de Rafael Chirbes (1949). Murió ayer y no me he enterado hasta hoy por la mañana, durante el paseo, y de manera casual, antes de leer la prensa, que trae que ha sido «a causa de un cáncer de pulmón irreversible que le fue detectado recientemente». En una de sus novelas más conmovedoras, La buena letra (1992), escrita entre Valverde de Burguillos (Badajoz) —desde donde Chirbes iba a Zafra para comprar El País y tomar alguna caña en la Plaza Chica y donde lo vi por primera vez— y Denia (Alicante) —en donde hoy se ha instalado su capilla ardiente—, el personaje de la madre recuerda al hijo que su padre le contaba que los marineros se negaban a aprender a nadar porque así, en caso de naufragio, se ahogaban enseguida y no tenían tiempo de sufrir. Bueno —me he dicho—, al menos Rafael Chirbes no ha tenido mucho tiempo de sufrir. Era un buen escritor. Yo creo que La buena letra fue la primera novela suya que leí, y la última ha sido En la orilla (2013), por la décima edición, que me recordó en su final a aquella de 1992 porque ambas se cierran con una especie de paratexto en cursiva que también está en Crematorio (2007). En noviembre de 2009 estuvo en Cáceres en el Aula José María Valverde y charlamos amigablemente antes de que él se marchase a Zafra para participar en el jurado del Premio Dulce Chacón como premiado del año anterior, por Crematorio, precisamente. Y hablamos de su estadía extremeña en Valverde de Burguillos, en donde firmó también el principio y el final de Los disparos del cazador (1994). Hoy me apetecía recordarle en este espacio que con tanta reiteración viene hablando del «naufragio de muchas vidas» (La buena letra, pág. 139).