En 2015 se celebran dos aniversarios señalados en la historia del Reino Unido: el ducentésimo de la batalla de Waterloo y el quincuagésimo de la muerte de Winston Churchill, el primer ministro británico durante la Segunda Guerra Mundial. Las televisiones y los medios de comunicación se han llenado estos días de documentales y reportajes sobre la vida de quien, hace algunos años, fue elegido por sus compatriotas como el britón más famoso de la historia, por encima incluso de la Reina Victoria. Su importancia se ahínca en su liderazgo y su ejemplo moral durante la guerra contra Hitler, pero Churchill ya era un político linajudo cuando sustituyó a Neville Chamberlain al frente del gobierno en mayo de 1940. Como oficial del ejército, había combatido en la India y el Sudán, y había estado presente, como observador y periodista, en la guerra de Cuba, donde sintió más simpatía por los españoles que por los mambises, y en la de los Bóers, en la que protagonizó hechos fabulosos: reparar una locomotora y las vías del tren averiadas por el ataque de los holandeses, escapar del campo de prisioneros donde había sido recluido y recorrer 480 km hasta la actual Mozambique para reintegrarse al contingente británico. Pero pronto decidió abandonar las aventuras militares y volcar su energía en la vida civil, donde el futuro parecía ser más brillante. Inició entonces una dilatada carrera política en Inglaterra, en la que fue ocupando distintos cargos: antes de la Primera Guerra Mundial, había sido presidente de la Secretaría de Estado de Comercio, Ministro de Interior y Primer Lord del Almirantazgo, cargo que siguió desempeñando hasta el desastre de Galípoli, en el que tuvo una responsabilidad decisiva. Tras abandonar el gobierno, sirvió como comandante del 6.º Batallón de los Fusileros Reales Escoceses, pero regresó a no tardar a la política activa, y fue ministro de Armamento, ministro de Hacienda, secretario de Estado de Guerra y secretario de Estado del Aire. Luego llegó la Segunda Guerra Mundial, y ahí Churchill desplegó toda su fuerza y capacidad de liderazgo. Se mantuvo al frente de un país que se había quedado solo frente a la fiera nazi y, lo que es más importante, hizo que el país creyera en sí mismo, en su capacidad para resistir a la barbarie y, en último término, derrotarla. No solo su brega constante por mejorar la capacidad militar del país y la defensa civil, y sus esfuerzos, no menos sostenidos, y finalmente recompensados con el éxito, por involucrar a los Estados Unidos en el conflicto, fueron decisivos. También lo fueron, y aun quizá más, sus discursos y alocuciones radiofónicas, con los que galvanizaba el espíritu batallador de los ingleses y de muchos otros pueblos ocupados por los nazis. El célebre discurso en el que anuncia que Gran Bretaña luchará en el aire y el mar, en las playas y los campos de aterrizaje, en las calles y las colinas, y que nunca se rendirá -que puede oírse en youtube, y que Churchill pronuncia como si se acabara de tomar tres whiskies bien cargados- se ha convertido en una pieza paradigmática de esta capacidad de persuasión, más aún, de esa capacidad para suscitar el entusiasmo, pero siempre tamizada por la contención británica, por esa especie de filtro emocional que elude lo ruidoso e inelegante. Además de su integridad y su ejemplo moral, lo que siempre me ha fascinado de Churchill, y que en estos tiempos de políticos miserables en España, y en tantos otros lugares, se echa dolorosamente en falta, ha sido su vigor intelectual, su formación rigurosa y su ingenio, su pluma y su verbo afilados, su espontaneidad, su emotividad y su grandeza. No son pocas cosas, desde luego. Uno escucha sus réplicas parlamentarias, sus piezas oratorias, o bien lee sus biografías, sus crónicas periodísticas y sus relatos históricos -por los que, no hay que olvidarlo, obtuvo el Premio Nóbel en 1953, aunque no es descabellado pensar que el galardón tuviera también algo de retribución mundial por su contribución a la derrota del fascismo-, y luego atiende a lo que expelen Mariano Rajoy, Pedro Sánchez o Pablo Iglesias -por no hablar de Vicente Martínez Pujalte o Artur Mas-, y no es que el alma se le caiga a los pies, no: es que se le cae a varios cientos de metros de profundidad, lastrada por el peso del estupor y la vergüenza. Se ha creído que Churchill era un rétor natural: un natural, como se dice aquí. Su habilidad verbal era indudable, pero sus obras son el fruto de un trabajo incansable y de muchas horas de pulimiento, como han acreditado sus secretarios y colaboradores. No obstante, sabía explotar bien algunos trucos: por ejemplo, escribía con toda meticulosidad los discursos y se los aprendía de memoria, para no tener que leerlos luego ante la audiencia, lo que incrementaba su impacto emocional (cómo conseguía memorizar tantos textos, cuando estaba dirigiendo un país y una guerra, es algo de lo que también cabe maravillarse); o bien solo escribía (y, de nuevo, memorizaba) el final de los discursos e improvisaba todo lo demás, fiado a su cultura y a su bagaje de experiencias políticas y mundanas. Con eso conseguía que ese final, perfectamente labrado, llegara a la audiencia como si también hubiese sido improvisado, y obtenía una apreciación espectacular. Churchill era un maestro del ritmo oratorio: manejaba las pausas, las inflexiones y los cambios de ritmo como un malabarista o como un predicador, como un buen (y laico) predicador. Pero sería un error creer que solo era un hombre de palabra: también lo era de acción, como ya había demostrado en su juventud. Durante los bombardeos del Blitz, se subía a los tejados de Whitehall, para desesperación de sus ayudantes, a fin de contemplar los efectos del ataque y el funcionamiento de las defensas. También viajó varias veces a África, en lo peor de la batalla contra Rommel, para acicatear a sus generales -con el mariscal Montgomery a la cabeza, otro que tal bailaba, paseándose con un paraguas por las dunas del Sáhara-, y estaba resuelto a desembarcar en Normandía con las tropas angloamericanas, algo de lo que solo pudo disuadirle el rey Jorge VI -el del discurso del Rey- diciéndole que, si lo hacía, él mismo lo acompañaría: Churchill no podía permitir, claro, que el soberano corriera aquel riesgo. Viajó, en fin, tan incansablemente durante la guerra que, en una de sus visitas a Washington, sufrió un ataque al corazón: al cabo de tres días, ya estaba visitando el Canadá. Es muy sorprendente que alguien que había llevado una vida de semejante agitación viviese hasta los 91 años. Además, Churchill no era alguien que, de acuerdo con los estándares actuales, se cuidase mucho. Se pasó media vida fumando unos purazos que yo solo he visto en las tribunas de los campos de fútbol, era un comedor insaciable y bebía alcohol como para tumbar a un buey: en el desayuno, increíblemente, vino; para la comida y la cena, un dry martini como aperitivo, champán muy frío y un buen coñac; entre ambas colaciones, whisky, aunque rebajado con agua; y antes de dormir, si hacía falta, para conciliar un sueño reparador, otro scotch. No es extraño que dijera: "Mi norma de vida prescribe como un rito del todo sagrado fumar puros y beber alcohol antes, después y, si es necesario, durante todas las comidas y en los intervalos entre ellas". A lo que sumaba, con orgullo, no haber hecho deporte jamás, otro factor al que atribuía su longevidad y su óptima salud. Uno ve entonces la chocolatina de Aznar o el cuerpo fibroso y melenudo de tantos jóvenes leones del PP (y del PSOE) y, otra vez, su alma se pierde en las profundidades de la Tierra. En todo caso, pese a sus muchas e inverosímiles virtudes, y a sus muchos aciertos como gobernante y escritor, Churchill también cometió errores, algunos gravísimos, que no pueden ser olvidados. Por ejemplo, planificó e impulsó el desastroso desembarco de Galípoli, en los Dardanelos, en la Primera Guerra Mundial, en el que murieron más de un cuarto de millón de ingleses y ciudadanos de otros países de la Commonwealth, y por el que se le llamó "el carnicero de Galípoli". En la Segunda, no le tembló el pulso al ordenar o respaldar los sanguinarios bombardeos británicos de las ciudades alemanas al final del conflicto, como Hamburgo -donde causaron 42.000 muertos- o Dresde, que fue pulverizada, aunque no tenía ningún interés estratégico ni militar. Tampoco demostró ningún interés por mitigar la hambruna que asoló Bengala, y en la que murieron dos millones y medio de personas: así dejaba una tierra quemada ante la posible invasión japonesa. Y tenía ideas de bombero: quiso fumigar Alemania con gas mostaza e invadir España, para garantizar el control británico de Gibraltar. Por suerte, Alan Brooke, jefe del Estado Mayor, lo disuadió del empeño. En Inglaterra, Churchill, un conservador victoriano, no favoreció tras la guerra la mejora de los sistema de educación y salud, y adoptó medidas contrarias a la inmigración de los ciudadanos de las antiguas colonias: "Mantener Gran Bretaña blanca sería un buen eslogan", espetó a su gabinete en 1955. También se caracterizó por una oposición constante -aunque esta vez condenada al fracaso- a todo cuanto disminuyese o quebrantara el poder colonial británico, ya fuese en Irán, Kenia o Malasia. Pese a todo, Churchill ha sido un gigante de la política y sigue siendo un héroe para los británicos. Figuras como él, para bien y para mal, surgen raramente, pero no estaría de más que nuestros políticos de hoy leyeran sus libros: quizá se les pegaría algo. Ah, pero se me olvida que nuestros políticos de hoy son analfabetos: ni leen libros ni mucho menos, como Churchill, los escriben.