Cien años del nacimiento de Tennessee Williams

Publicado el 26 marzo 2011 por Alguien @algundia_alguna

El día de hoy, 26 de marzo de 2011, celebramos el centenario del nacimiento, en Columbus, Mississippi, de Thomas Lanier Williams III, quien pasara a la historia con el pseudónimo, elegido por él mismo en 1939, de Tennessee Williams.

Williams es, con Eugene O’Neill y Arthur Miller, el dramaturgo más importante y célebre de los Estados Unidos durante el siglo XX. Autor de una extensa obra dramática, narrativa y poética, sus obras alcanzaron popularidad, no tanto por sus representaciones en los escenarios como por las versiones cinematográficas de éstas. Así, entre La gata sobre el tejado caliente, en la cual la recientemente fallecida Elizabeth Taylor interpretó a Maggie, la protagonista; Baby doll, La noche de la iguana, Verano y humo, destacan sus más famosas obras El zoológico de cristal y Un tranvía llamado Deseo.

Williams es de esos dramaturgos poetas que escriben por una necesidad vital, honestos, interesados en la verdad, en la complejidad de la existencia, alentados no por deseo de fama y poder sino sujetos a sus obsesiones. De esos que escriben para sanear el interior y drenar heridas.

Su obra está concebida desde sus verdades personales y familiares. Así su galería de protagonistas femeninas: Laura Wingfield, Blanche Dubois, Alma, la señora Stone, son diversas versiones de una misma persona, su hermana Rose, de mala salud, interna en un hospital psiquiátrico y a quién una lobotomía realizada para lograr un remedio de sus males, la hundió en la destrucción de su vida.

Es por esta razón que la interpretación de sus obras, como suele sucederle a Sófocles, Ibsen, Chéjov, O’Neill, Miller, no es fácil y requiere del virtuosismo que no sólo es técnica sino alma, como afirma Miller en el prólogo a una reciente edición de Un tranvía…, hablando de las pésimas puestas que ha visto, extraordinariamente publicitadas, en las que han convertido a los personajes en “figuras de piedra con ojos en mármol”. “Un tranvía… es un grito de dolor, olvidar esto es olvidarse de la obra”.

Los montajes de sus obras no conocieron la aceptación del público, a excepción de El zoológico de cristal, que recibió el Premio a la mejor obra del año del Círculo de Críticos de Teatro en 1945; Un tranvía…, que recibió el Premio Pulitzer y el Premio del Círculo de Críticos de Brooadway en 1947; y La gata… acreedora al Premio Pulitzer en 1955. Algunas de sus obras llegaron a estar en cartelera tres días, una semana, tres semanas.

Tennessee Williams, el gran poeta y dramaturgo no es un autor fácil. La verdad no es complaciente, ni lo es la belleza, ni tampoco la complejidad de la mirada amorosa. Alguna vez escribió auto entrevistándose:

—¿Por qué no escribe sobre personas agradables, buenas? ¿No ha conocido a ninguna persona agradable en toda su vida?

—Mi teoría sobre la gente buena es tan simple que me da vergüenza comentarla… nunca he conocido a alguien a quien no pudiera querer si se le conocía y comprendía del todo, y en mi obra, al menos he intentado llegar al conocimiento y a la comprensión.

Esta afirmación es toda una lección de dramaturgia, sobre todo en este tiempo de romanticismos descarnados, ingenuos, autocomplacientes. Mundos a la mitad, en los que el regodeo en lo sórdido plantea un mundo despojado de la verdad. En el mismo documento afirma: “No creo en héroes y villanos, creo tan sólo que las personas toman el buen o el mal camino, y no por elección, sino por necesidad o por ciertas influencias que les afectan y todavía no comprenden, por sus circunstancias y por sus antecedentes… No comprendo por qué nuestra maquinaria propagandística está siempre tratando de persuadirnos, de que hay que odiar y temer a otros, cuando vivimos en un mundo tan pequeño.”

El teatro de Williams puede ser comprendido a través de dos concepciones de su mirada: el realismo y aquello que parece pero no es: el idealismo. El Zoológico de cristal y Un tranvía llamado Deseo son dos obras del más puro y poderoso realismo. La mayor parte de su producción, como ocurre con Eurípides, Ibsen y O’Neill, por citar algunos, funciona a partir de una idea determinante que resulta más poderosa que los personajes y que, como se afirma en la cita anterior, los imposibilita para decidir. La decisión de los personajes y sus consecuencias son el descubrimiento poderoso del realismo: todo es decisión, pero no toda decisión es evidente. Al hacer esta afirmación seguro que usted, quien esto lee, sonreirá y en el mejor de los casos buscará contra argumentos. Que el hombre no sea responsable de lo que le ocurre es la idea complaciente que alienta todos los melodramas. El realismo mira otra cosa.

El realismo. Al realismo se le identifica tanto por su mecanismo como por su efecto. El asunto de la responsabilidad del personaje es el tema general del realismo. Éste opera en función directa de lo que se espera causar en el espectador: la catársis, conmoción violenta que arrebata y destruye nuestra concepción de la vida al contemplar y reconocer el aspecto dinámico de la realidad. El escritor realista trabaja rigurosamente para lograr ubicar un punto de vista que exige lealtad a un orden fijo, inmutable, que puede ser alterado pero no destruido; aquel que identifica ética, no como una necesidad social de pactar la conducta social conveniente (moral), sino como la ley misma de la realidad, en pocas palabras, que la vida tiene un sentido, sujeto a un orden que es exactamente el mismo que llamamos leyes físicas. El realismo investiga las “consecuencias” para descubrir las causas. Por eso, debido a este mecanismo es por lo que el universo es previsible, por ello puede estudiarse.

Por otra parte, en el mundo del idealismo, actúan fuerzas desconocidas y de tales dimensiones que es imposible percibir el orden, como ocurre en los melodramas. El idealismo es por lo tanto la dimensión de las “consecuencias incausadas”, el ámbito del determinismo: cultural, social, biológico. Por ello es que desde esta perspectiva el mundo parece caótico y nosotros las víctimas.

No hay catarsis en la concepción de una víctima, no puede conmovernos alguien que no hizo nada para que le ocurra lo que le está ocurriendo. Nada tiene que ver con nosotros esa concepción. Uno se desliga de esa imagen y podría aceptar: ese no soy yo. La catarsis comienza cuando uno reconoce el patrón, que debido a su pensamiento y su comportamiento conoce muy bien. Sufre la catarsis quien es honesto, no quien juega a ser bobo y se asume inocente. En la vida, cuando uno niega la responsabilidad comienza una sensación de seguridad, falsa, peligrosamente sustentada sobre justificaciones: “lo hice porque me vi obligado”, “lo hice porque no había otra salida”, “lo hice pero no quería…” Desacreditar a la realidad evita la catarsis, nacida de la confrontación de nuestros ideales, de nuestros deseos contra la fuerza contundente de lo real.

Por consiguiente, el realismo sustenta su fuerza en la responsabilidad que el personaje posee. El acto pudo ser disfrutado conscientemente o realizado inconscientemente, siempre bajo una conveniente sensación de justificación o inocencia, que surge de la necesidad de golpear y esconder la mano, en aras de ver materializada una de las más desesperadas fantasías del ser humano: la de carecer de responsabilidad.

No basta que en la escena haya un ambiente escenográfico cuidadoso y detallado para que una obra sea realista; hay confusión en el concepto realismo. Podríamos reconocer un “realismo de apariencia”, que sería preciso denominar: idealismo y distinguir el “realismo de equivalencia” en el cual uno puede reconocerse, el realismo nos delata. La equivalencia que logra el realismo plantea sintéticamente los mecanismos existentes de la vida. Si uno observa las fotografías de la puesta de Kazan de Un tranvía… notará telones pintados, sin que nada de eso importe, porque al realismo le interesa el retrato complejo de carácter y las circunstancias en que sus personajes actúan. El realismo lo es por la manera en que la acción transcurre, no por el retrato de un ambiente.

Esta visión es lo que hizo poderosa la obra de Esquilo, Sófocles, Williams y Miller y Chéjov e Ibsen.

El Zoológico de cristal. El tema de la responsabilidad como fuerza centrífuga de todos los elementos de la obra, está presente tanto en El zoológico de cristal como en Un tranvía llamado Deseo.

La estructura de El zoológico… es muy interesante y reveladora. El autor alude a ella cuando afirma, de frente al espectador, que se trata de una “comedia de recuerdos” y por lo tanto no tendrá un tratamiento realista. Pero todo recuerdo está seleccionado, sintetizado y estructurado de acuerdo con nuestras necesidades en el momento de tenerlas. Así es que Tom, vestido de marino, nos dice que nos llevará por sus recuerdos. En ellos aparece su madre, Amanda Wingfield y su hermana Laura. Tom trabaja como obrero y es quien mantiene la casa. Amanda hace vanos intentos como vendedora por teléfono. Del dinero que el hermano traer a casa se paga también la colegiatura para que Laura asista a los cursos de mecanografía en una academia. El problema se viene encima cuando Amanda descubre que su hija no ha asistido a la escuela. Aquella afirma que no vuelve ante la vergüenza de haber vomitado un día de examen, por su excesiva timidez, ante lo cual ha venido refugiándose en el zoológico en vez de asistir a las clases que se han estado pagando. El motivo de su timidez radica en la manera aplastante en que la madre suele demostrar que nadie hay como ella planteando su condición de mujer excepcional a través de la nostalgia de su pasado de niña rica en la plantación perdida de la familia. Mientras su excepcionalidad es pletórica de virtudes, la excepcionalidad de Laura consiste en su carácter enfermizo y en un aparato para su pierna atacada por polio. El autor dice que ese aparato debe actuarse, pero no aparecer.

El refugio de Laura, su paliativo, consiste en un fonógrafo y en una colección de animalitos de cristal entre los cuales, el más amado es un unicornio a quien ella coloca junto a los caballos en donde a su vez resulta excepcional. Un caballo con un cuerno. Romántica forma de asumirse a sí misma. Señalada, marcada, rara, anormal. En suma, una víctima.

Amanda, preocupada por el futuro de su hija y sabiendo que Tom no es feliz allí, le pide que le ayude a casarla, para lo cual, Tom ha de traer a cenar a casa a alguno de sus amigos de la fábrica. Para recibirlo hacen gastos, no sólo para la cena sino para mejorar las condiciones del humilde departamento. El invitado resultó ser el único muchacho de quien Laura se ha enamorado, antiguo compañero de bachillerato. Al llevarlo a su casa Tom le confiesa que va a irse pronto de allí y que en lugar de pagar la luz ha invertido el dinero en la matrícula para ingresar a la marina. Durante la cena cortan la luz y así en la penumbra, Laura y el muchacho rememoran su juventud. Laura confiesa cómo se siente y el muchacho, haciendo alarde de su vanidosa necesidad de demostrar que él puede cambiar la vida de la gente baila, con ella y durante el baile tropiezan con la mesa en donde está el zoológico de cristal y el unicornio cae y pierde el cuerno, por lo que su excepcionalidad se desvanece y se halla entonces vulgar, colocado entre los demás caballos. Para acabar de demostrar que Laura no es monstruosa, la besa y la muchacha vive por un instante su anhelo secretamente guardado durante años. El visitante aniquila de esta manera la idea que ella tenía de sí, de su excepcionalidad, de su invalidez que justifica su inutilidad para la vida. Le quita su mentira, sin darle otra para soportar su vida. Acto seguido le comunica que debe irse a visitar a su novia.

Frustrada, Amanda le reclama a Tom que su amigo tuviera novia, lo llama irresponsable y egoísta. El muchacho decide entonces abandonarlas definitivamente para realizar su vida y su sueño de ser poeta. Huye para sentirse liberado. Pero huir no es resolver. El Tom marinero del principio vuelve a aparecer ante nosotros. Detrás de él queda la imagen de Amanda consolando a su hija. Ambas en la penumbra iluminada por las velas de emergencia con que terminaron la cena. Tom las observa desde el presente, invadido de culpa: al partir las dejó sin luz.

Es así que confiesa al espectador que por las noches no puede dormir, sino hasta que, tras haber entrado en un bar cualquiera para beber y charlar con desconocidos, una vez que el alcohol hace su efecto, puede pedir a su hermana que apague la vela para que desaparezca de su memoria por unos momentos y ya libre de su recuerdo durante ese día, puede calmar su ánimo. Es un hombre destruido, que no puede con la culpa. La obra está escrita con un dolor profundo. Con un viejo dolor en el cual nos reconocemos todos. El dolor de contemplar las decisiones ajenas, la impotencia al contemplar los actos, la frustración de no poder arreglar la vida de los otros, de no poder gritar, dar la alerta, la llamada que prevenga; la frustración de que nuestra voz no tenga poder de impulsar o de frenar las decisiones ajenas.

Madre e hija se pierden en la oscuridad. Sin Tom que trabaje para mantenerlas, no podrán pagar, no sólo la luz, sino tampoco la renta ni el teléfono. Ambas viven en la mentira de que como mujeres han de ser salvadas y se han dedicado a pesar sobre el muchacho, asignándole la ingrata condición de proveedor ante la cual él no podría hacer su vida.

Laura no es una víctima. Su aparato la horroriza, pero el invitado le hace ver que no genera el ruido tremendo que ella imagina. Se ampara en la enfermedad de una manera egoísta sin importarle su hermano. Amanda mira en él la solución de su vida. Ambas son dependientes y eso es lo que le pesa a él. Se fue, huyó y, sin embargo, fue más fiel a ellas de lo que pensaba ser.

La estructura de la obra, que alterna presente-recuerdo-presente está diseñada en la cabeza de Tom para eximirlas de responsabilidad. Para que Tom resulte ser el hijo ingrato que no merece la paz ante tan infame abandono. En su sensación culpable, Tom está forzando la historia y aun así el tema brilla: él no es el único responsable. Es clara, a través del carácter de la madre y de la hija, la raíz del problema.

Y allí, sobre el muro, el retrato sonriente y desapegado del padre lo domina todo. El padre que los abandonó cansado del carácter de una mujer romántica, soñadora, que desdeña el presente para evocar un pasado que juzga un paraíso de perfección en detrimento de su marido y de sus hijos. El padre se fue, sin culpa. Su decisión fue tajante para que su vida se viera libre, para no seguir siendo cómplice, a costa suya, del poder seductor de su mujer. Toda madre resulta seductora porque lo que seduce es la necesidad de conquistar su amparo; ante la desobediencia del hijo, la amenaza es la de perder su cariño. Nadie quiere que mamá se enoje contra uno: “Mamá se va a enojar” produce un terror casi insuperable, paralizante. A toda costa buscamos agradarla. Y es allí en donde Tom fracasa, como Hamlet, a costa de sí mismo.

Tom decidió huir, como Edipo, y al hacerlo se encadenó de por vida, a ellas. Estaba lejos de comprender que la solución no estaba en su mano, el problema es la asunción que él acepta de un deber que no le corresponde, ser el proveedor, el salvador, el sustituto de su padre, quien sin la acción libre de éste, ha de remediar el acto de traición que él cometió. Tom huyó porque pensaba que tenía “derecho” de vivir su vida, pero la vida no es una cuestión de derecho, sino de asunción del propio deseo que ha de convertirse en acto. Irse de esa manera, huyendo, genera un acto de rebeldía, de osadía, de heroísmo, que no era necesario. Porque la decisión de asumir la vida implica la realización del acto sin sentirse en deuda con lo que se deja atrás, y no ceder a la tentación de volver la cabeza para que, como la mujer de Lot, el impulso vital se mineralice invadido por el peso de la nostalgia, que paraliza. Tom se fue porque creía que era justo, sin asumir que era necesario.

Tom debió haber hecho sólo aquello que él mismo hubiera podido soportar. En este conflicto profundamente complejo y humano, radica el golpe, la fuerza y la universalidad del Realismo que Williams nos presenta: todos, como Tom, somos hijos, y todos conocemos el dolor de crecer y las dificultades que implica la lucha por descubrir cuáles son nuestras necesidades.

Cuando el realismo volvió a ser vanguardia. Texto: Fernando Martínez Monroy. Publicado en Milenio.com. 26.03.2011.