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Un científico y un intelectual conversan en una reunión social. Tras algunos formalismos y preguntas de cortesía, se despiden amablemente; uno y otro han descubierto que se aburren con el otro y el uno. El intelectual se sorprende, con cierta satisfacción y aire de superioridad, de que el científico no haya leído a ninguno de los autores que le ha citado y que son fundamentales para un espíritu elevado; el científico, por su parte, lamenta la capacidad de los humanos para perder el tiempo sin ni siquiera interesarse por las cuestiones más elementales que mantienen el mundo en movimiento, lo que equivale a no conocer la propia casa en que viven.
Una cosa les une, no obstante: ninguno siente el más mínimo interés por tratar de comprender los campos de conocimiento sugeridos por su interlocutor.
Escribía Peter Snow en su libro Las dos culturas, allá por la década de 1950, que los intelectuales, especialmente los literarios, son luditas naturales.
“…en todo Occidente, la primera ola de la revolución industrial se acercó sin que nadie advirtiera lo que estaba sucediendo. Desde luego, fue con mucho […] la mayor transformación de la sociedad desde el descubrimiento de la agricultura. […] Pero la cultura tradicional no se dio cuenta: o, cuando se dio cuenta, no le gustó lo que veía”.
Los grandes cambios técnicos despertaron muy poca atracción, o ninguna en realidad, entre las que debían ser las élites instruidas de la sociedad; como mucho, gritaban histéricas desde lo alto de una banqueta ante la presencia del ratón del progreso. De modo que el futuro de la civilización, su organización y propósito, quedó en manos de tecnólogos ignorantes del ser humano y sus circunstancias. De aquellos polvos vienen estos lodos.
Una muestra de este desprecio y su pervivencia es la negación del valor intelectual de la ciencia ficción, identificada como un todo absurdo, reducida a la consideración de entretenimiento y a un formato de subcultura. Pocos “profesionales” de las humanidades son conscientes la contribución de los grandes autores del género a la historia del pensamiento.
Por otro lado, una de las anécdotas más lamentables en esta guerra de las dos culturas es el artículo falso que originó el llamado “escándalo Sokal”: en 1996, el físico Alan Sokal logró colar un artículo académico titulado “La transgresión de las fronteras: hacia una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica”, sin base científica alguna, en la revista de humanidades “Social Text”, haciendo público el engaño poco después.
De aquello, en palabras de Sokal, cabía concluir que los escritos postmodernos sobre ciencia se basan únicamente en un lenguaje sonoro y radical pero hueco, cuya falsedad prevalece sobre cualquier otro discurso que, aunque portador de sentido, pase por trivial y menos rompedor.
Esta crítica de lo intelectual, común entre la mayoría de científicos, carece, sin embargo, de carácter constructivo alguno. Se trata, simplemente, de una ridiculización del otro y una justificación para no esforzarse en comprender, o directamente para negar, las implicaciones de los resultados científicos más allá del laboratorio y los desarrollos utilitarios.
En los últimos años, científicos populares como Stephen Hawking y Lawrence Krauss han participado en este juego al escribir sobre la muerte de la filosofía, el primero, y su carácter de refugio para fracasados, el segundo, refiriéndose en concreto a la filosofía de la ciencia, a la que ve como el lugar donde acaban aquellos sin capacidad para hacer ciencia.
En los años 90, John Brockman, un empresario cultural estadounidense, comenzó a promover una serie de actividades y encuentros para fijar “la tercera cultura” de que hablara Snow como solución que cubriera la brecha entre científicos e intelectuales, y que tiene su centro virtual en la plataforma Edge.org. Desde entonces, se ha ido gestando y ampliando el grupo de investigadores que buscan esa reunión de disciplinas para no repetir el error de la revolución industrial, en una época de avances científicos y tecnológicos ignorados voluntariamente por excesivos.
Pero, tal y como afirma Brockman y en contra de lo que se pudiera esperar, los puentes hacia un conocimiento integral no están siendo tendidos desde la orilla humanista, como pensaba Snow que sucedería, sino desde el lado científico. Se cumple la idea de Snow de que los humanistas se encierran a discutir sobre sí mismos para luego lamentarse de que el mundo peca de “cientifista”; pero no hacen nada por contribuir a remediarlo. Según escribe en su libro El nuevo humanismo:
“Quizá sus egos sean tan colosales como los de los icónicos representantes de las humanidades académicas, pero su forma de lidiar con ese orgullo desmedido es muy distinta. En cualquier momento un argumento puede zarandearlos, porque trabajan en un mundo empírico, de hechos, un mundo basado en la realidad. No tienen posturas fijas, inamovibles; son a la vez creadores y críticos de la empresa que llevan a cabo en común. Las ideas surgen de ellos, y son ellos quienes ponen en tela de juicio las respectivas ideas. A través del proceso de creatividad, crítica y debate, deciden qué ideas es necesario erradicar y cuáles pasan a formar parte del consenso que conduce al siguiente nivel de descubrimiento. A diferencia de los academicistas de humanidades, que hablan unos acerca de otros, los científicos hablan del universo”.
Quizás sea por ello por lo que ese humanismo proyecta sus sombras reduciendo “la otra orilla” a un cientifismo tan cerrado y endogámico como aquél, sin abrirse a la Ciencia, con mayúsculas, ajena a egos e intereses personales.
Esa ciencia, tal y como escribe Salvador Pániker en el prólogo a la edición española de El nuevo humanismo, “con su aproximación cada vez más misteriosa a la realidad, contribuye –a diferencia de otras épocas— a reencantar el mundo, a propiciarlo para la vivencia trascendente”, convergiendo sus metáforas con las visiones de los místicos en una región de claroscuros donde queda suspendida la dualidad sujeto-objeto. “Es una zona también “poética” en la que las fronteras entre disciplinas se hacen tenues, y nuevas metáforas emergen”:
“Un nuevo humanismo debería comenzar abjurando del mismo y arrogante concepto de humanismo, el que coloca al animal humano como centro y referencia de todo lo que existe. Un nuevo humanismo es compatible con la sensibilidad mística y metafísica. Un nuevo humanismo, por otra parte, no puede ponerse de espaldas a la ciencia. Naturalmente, no se trata de incurrir en el oscurantismo pseudocientífico denunciado por Alan Sokal y Jean Bricmont en su conocido libro Imposturas intelectuales. No hay que usar la jerga científica en contextos que no le corresponden. [...] Ni de buscar síntesis atolondradas entre Ciencia y Mística. La tarea es previa y más respetuosa con la autonomía de la ciencia. Se trata de conocer de verdad nuestros condicionamientos esenciales.”
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