Pedí Cinco mil kilómetros por segundo nada más enterarme de su premio en el Salón de Angoulême (siguiendo otro hábito, más moderno, el de aprovechar las bondades de internet para hacerme rápidamente con los premiados o seleccionados en el salón francés) y, nada más abrir la caja, lo hojeé/ojeé con los gestos mecánicos de siempre. Pero fue distinto. Aquella rápida pasada me dejó una imagen tan atípica como sugerente: un torrente de colores, un arco iris casi perfecto formado por la tonalidad imperante en cada capítulo, desde agresivos amarillos a discretos violetas pasando por pardos, rojizos, azules y verdes… Volví a pasar las páginas y ahí estaba, de nuevo, ese curioso y fascinante efecto cromático que logró que todos mis prejuicios se cayeron de golpe. Y tenía muchos, porque el premio al italiano me pareció en su momento excesivo, habida cuenta de que competía con genios como Robert Crumb, Joe Sacco y una larga lista de pesos pesados de la historieta. Pero ese efecto era tan hipnótico, que era fácil dejar de lado todas las ideas preconcebidas para lanzarse a la búsqueda del caldero lleno de monedas de oro que prometía.
Y vaya si escondía un tesoro… Nada más y nada menos que una gran historia de amor.
Todo un atrevimiento, porque en estos tiempos de cinismo y decepción, parece que contar historias de amor es de cursis o sosainas, olvidando que las grandes historias de amor han pervivido en nuestra cultura, desde Ulises y Penélope hasta Romeo y Julieta. No voy a comparar, evidentemente, la historia de Piero y Lucía con estas obras maestras, pero Fior logra plasmar en Cinco mil kilómetros por segundo un bello y sosegado retrato de la descomposición del amor, de cómo la distancia va poco a poco deshaciendo la pasión para dejar un retrato desenfocado de aquél primer amor, pintado con cariño y afecto, pero sin esa esencia de definición imposible del amor.
Desde los silencios, Fior va adentrándose en los sentimientos, en los conflictos que un amor siempre caprichoso e indeciso va creando a cada paso de nuestra vida, dejando ver las incoherencias de la duda y las felicidades de la razón con la misma evidencia que sus contrarios. Lentamente, Lucía y Piero van contándonos su historia de amor, llevando al lector hacia esa conclusión tan descorazonadora que espera tras recorrer el camino que lleva del romanticismo a la melancolía, de la ilusión adolescente a sincera adulta.
Es curioso el efecto que produce la lectura de Cinco mil kilómetros por segundo: acostumbrados a la tópica dinámica del romanticismo que parece marcada en los manuales de los guionistas de cine, la materialidad final de la historia de Lucía y Piero duele. Quizás estamos tan habituados al canon de lo que debe ser una historia de amor, que descubrir que la realidad no se parece en nada a la ficción deja poso amargo. O quizás es que Fior ha sido cruel hasta al extremo, labrando una historia que despierta esas esperanzas adolescentes para luego echar el jarro de agua fría de la realidad. Para los que quieran seguir viviendo la ficción, recomiendo encarecidamente la película de Makoto Shinkai. Para los que prefieren la realidad, el tebeo de Manuele Fior. Aunque, quizás, lo más sensato y humano es poder vivir con ambos. (4)