La primera vez que leí a Antón P. Chéjov (Taganrog, 1860-Badenweiller, 1904) fue en 1996. Compré en El Corte Inglés (al abrir el minilibro de Chéjov ha aparecido el ticket) dos de aquellos pequeños volúmenes de Alianza Cien: La corista y otros cuentos de Antón P. Chéjov y Relatos de Juan Rulfo. Es posible que me acercara a Chéjov (no lo recuerdo con exactitud) porque había sido deslumbrado no mucho antes por los cuentos de Raymond Carver y en la solapa de los libros de Anagrama leyera que a Carver se le consideraba «el Chéjov americano». Lo cierto es que me gustaron bastante más los cuentos de Rulfo que los de Chéjov. Con veintidós años leí el famoso La señora del perrito, y me causó cierta sensación de indiferencia y decepción. Esto no impidió que comprara –también en Alianza‒ el libro La señora del perrito y otros cuentos. Si no recuerdo mal, mi percepción de Chéjov mejoró entonces, pero seguía sin entender su magisterio. En la universidad, un compañero me dejó otro de sus libros editado por Alianza: El pabellón número seis. Esta vez, la lectura sí que me conmovió profundamente. Sin embargo, no comprendí por qué a Chéjov se le consideraba el maestro del relato moderno hasta años más tarde, cuando me acerqué al volumen Cuentos imprescindibles, editado y prologado por Richard Ford. En el prólogo leí algo para mí revelador: Ford leyó por primera vez La dama del perrito en la universidad y no se atrevió a decir entonces que no le gustaba, que le había causado perplejidad el tono menor en el que, en apariencia, estaba escrito el cuento. Fue más tarde, ya adulto, cuando Ford comprendió su sutilidad y pudo disfrutarlo. Creo que yo experimenté una sensación parecida con ese cuento y los demás de Chéjov: no fue hasta la lectura de los Cuentos imprescindibles, seleccionados por Richard Ford, cuando empecé a disfrutar de verdad del Chéjov cuentista. Leí en este volumen La dama del perrito por tercera vez y me di cuenta de que, con treinta años, algo había cambiado en mí. La lectura del cuento era otra entonces, una lectura mucho más profunda y enriquecedora.
Lo raro es que, no mucho después, compré otra antología de cuentos de Chéjov, cuya selección sólo coincidía en uno con la de Ford, y aún no la he leído. Sin embargo, un viernes del último invierno, un día especialmente frío, me acerqué hasta la librería de segunda mano que está ubicada en la plaza de Manuela Malasaña con unos cuantos libros de los que mi novia y yo queríamos deshacernos. Los míos los cambié por dos de Alba: Cinco novelas cortas y La estepa / En el barranco, ambos de Chéjov.
Lo cierto es que cada vez me gusta más la editorial Alba; uno puede confiar en sus reediciones de los clásicos y en sus cuidadas traducciones.
Chéjov nunca escribió una novela larga. Víctor Gallego apunta en su prólogo que, según Nabokov, no habría podido escribir nunca una buena novela larga porque él era «un velocista, no un corredor de fondo». Las cinco novelas cortas aquí reunidas van desde las 64 páginas de Una historia aburrida (1889), hasta las 114 de El duelo (1891).
En Una historia aburrida (1889), un prestigioso profesor universitario de 62 años sabe que su muerte se acerca. Pese al reconocimiento del mundo académico, la fortuna económica no le acompaña y, lo que es aún más grave para él, sus recuerdos no son los que piensa que debe tener un gran hombre, ni sus ideas. Por las noches le asalta el insomnio terrible y reflexiona: «Los pensamientos que albergo son ruines y mezquinos, pretendo engañarme a mí mismo» (pág. 58). Mira a su mujer, llena de preocupaciones ordinarias, y no reconoce a la joven de la que se enamoró. Sus hijos parecen ser otra fuente de decepción para él, aunque al final apunte: «Sólo un hombre estrecho de miras o amargado puede albergar rencor por personas normales por la simple razón de que no son héroes» (pág. 22). Tal vez sean los sentimientos que siente hacia su joven y desengañada ahijada lo que le salve. Esta novela corta tiene poco más de 60 páginas, y en ella Chéjov usa elementos constructivos que provienen de las técnicas con las que escribía relatos cortos: no hay aquí escenas explosivas, todo está contado –y en gran parte sugerido‒ de manera muy sutil. El tiempo pasa erosionando lentamente a las personas, parece decirnos Chéjov.
El duelo (1891) es, con sus 114 páginas, la composición más larga del libro (y puede que de su obra narrativa); además, es el texto de Chéjov en el que aparecen más personajes. Un joven apático y nihilista languidece en un pueblo del Cáucaso junto a su amante, una mujer casada. Las antipatías que otras personas del pueblo sienten hacia él llevarán a nuestro héroe a batirse en duelo. Está muy bien insertado en el cuerpo de la novela el efecto del clima sobre las personas, un tiempo caluroso que ablanda el espíritu. Recuerdo que en la novela Suave es la noche de Francis Scott Fitzgerald, uno de los personajes adquiere una personalidad más fuerte tras pasar por la experiencia de batirse en duelo. Pienso ahora que Fitzgerald seguramente habría leído con fruición a Chéjov.
Una de las características de El duelo que más me han llamado la atención, un detalle que se repite de forma insistente en las cinco obras aquí recogidas, es la presencia de lo literario en la conciencia de los personajes, que suelen invocar en sus diálogos o pensamientos a personajes de novelas, sobre todo rusas, pero también francesas, inglesas o alemanas. Así, dice el narrador de El duelo: «La pasada noche, por ejemplo, me consolé pensando todo el tiempo: “¡Ah, cuánta razón tiene Tolstói! ¡Es despiadado, pero tiene toda la razón!”. Y estas consideraciones me alivian. En verdad, amigo, es un escritor soberbio, dígase lo que se diga» (pág. 83). En la página 94 leemos: «Soy tan indeciso como Hamlet –iba pensando Laievski por el camino‒. ¡Cuánta razón tenía Shakespeare! ¡Ah, cuánta razón!». En Tres años (1985), una joven novia reflexiona sobre su vida en estos términos: «En las Sagradas Escrituras se decía que la esposa debe amar a su marido, y en las novelas se concedía gran importancia al amor» (pág. 359).
La sala número seis (1892) ya la había leído (aunque traducida como El pabellón número seis) y, a pesar de los años transcurridos, recordaba su evolución y su final desgarrado bastante bien. Aunque la capacidad de sorpresa de este texto ha sido, por tanto, menor, su lectura ha vuelto a conmoverme profundamente. Además del paso del tiempo y el desgaste que éste supone para las relaciones o las esperanzas de las personas, otro de los grandes temas de estas historias es el de la soledad y la incomprensión. Los personajes de Chéjov no se sienten escuchados; por ejemplo, el médico que visita la sala número 6 del hospital encuentra en uno de los locos a uno de los mejores oradores de la ciudad, lo que le llevará a ser él mismo confundido con un loco. Una historia terrible.
Relato de un desconocido (1893), en el que un posible terrorista entra al servicio de un señor de la ciudad con la intención de acercarse a los pasos de su padre (su enemigo político), se acerca tal vez al planteamiento político de la lucha de clases; pero Chéjov no es un escritor político sino de sentimientos, y el patético amor que el aprendiz de terrorista acaba sintiendo por la amante del señor teñirán esta historia de un profundo aire melancólico. Una novela con un final, como viene siendo habitual, muy conmovedor; en él, el foco de acción se desvía, de forma sutil, hacia uno de los personajes secundarios, víctima inocente del drama narrado.
Me acerqué a la quinta novela, titulada Tres años (1895), pensando que Chéjov ya no conseguiría sorprenderme. Había leído algunas reseñas del libro en internet y ninguna destacaba esta pieza. Sin embargo la novela, sobre un burgués moscovita de treinta y cuatro años que pide matrimonio a una joven provinciana de veintiuno, consiguió emocionarme de nuevo sin remisión. Al principio, el autor nos habla de la incapacidad de la pareja para entenderse, para colmar sus anhelos, y después nos muestra cómo se van acomodando y adaptando a sus vidas, y lo hace de manera magistral. La novela tiene un trasfondo social, ya que en algún caso se describen las malas condiciones de vida de los empleados de la empresa del padre de nuestro burgués. Pero la narración jamás se desliza hacia la caricatura: nuestros burgueses son incapaces de alcanzar la felicidad y son tan patéticos como el más pobre empleado. Al leer Tres años, he recordado la novela corta La infancia de un jefe, de Jean Paul Sartre. Imagino que, al igual que Scott Fitzgerald leyó a Chéjov, como ya apunté antes, también Sartre lo hizo. El final de Tres años me ha resultado también de una gran sutilidad y melancolía.
Antón P. Chéjov ha pasado a la historia de la literatura como el maestro del relato moderno, pero me atrevo a decir que, si nunca hubiese escrito un relato y sólo conociésemos de él estas novelitas, podríamos considerarle uno de los grandes maestros de la novela corta.