Tal vez lo que más nos frustra es que, al final, no hay nada que podamos decir realmente sobre tan importante momento de nuestras vidas. Certeza: tenemos sed de certeza. Pero cuando se trata de la muerte, lo único que tenemos es una copa llena de un licor que todos vamos a tomar, sin que nadie nos pueda decir a qué sabe realmente (porque los que ya lo han probado, no están habilitados para hacérnoslo saber).
En la Edad Media, la muerte llegó a adquirir una presencia en toda su ley. Caminaba entre la gente, podía aparecerse, y tenía no sólo cuerpo sino hasta voz. Para unos, era la gran igualadora, la potencia fatal, esa ante la cual todos éramos iguales. Había quienes la veían con horror. Otros, como el gran Manrique, la veía como la gran liberadora de las cadenas, la única que podía acercarse a los hombres y reconocer, en ellos, su verdadera grandeza. Pero todos estaban de acuerdo en algo, y esto es que la muerte estaba allí, entre ellos. Fuese o no con temor, la podían ver a la cara, hablar de ella, saber de ella. Tenían una certeza: que todos iban a morir. Hoy, en cambio, la gente prefiere hacer como si no supiera nada. La incertidumbre como refugio. Un refugio inútil.
¿Dónde está la vida? ¿La VERDADERA vida? Esto es lo que se preguntaba Calderón mientras imaginaba los altibajos del triste Segismundo, un hombre que nació para no saber, y que tal vez terminó sabiendo demasiado o demasiado poco. ¿Acaso no es esta vida el sueño del que hay que despertar? ¿Despertar a dónde? ¿A la muerte acaso? Claro, como nadie sabe lo que hay del otro lado del telón...
Hay una frase de Joyce que a mí me gusta mucho: "Death begins with reproduction". Es una gran verdad dicha tan abiertamente que hasta uno se siente un poco tonto después de leer esas palabras, cuando se ve obligado a reconocer que ya lo sabía. Empezamos a morir en el minuto mismo en que empezamos a ser algo. Avanzamos en cuenta regresiva. Como decía antes, son solo gajes del oficio.