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Cine necesario en tiempos de censura moral: En el ojo del huracán (Storm Center, Daniel Taradash, 1956)

Publicado el 13 enero 2021 por 39escalones

Cine necesario en tiempos de censura moral: En el ojo del huracán (Storm Center, Daniel Taradash, 1956)

La principal debilidad de la democracia es su limitada capacidad de defenderse frente a quienes utilizan el marco de derechos y libertades que esta proporciona y garantiza para, precisamente, atacarla, socavarla, destruirla. En la actualidad, en distintos países, desde la izquierda y la derecha o incluso, como en España, desde ambas a la vez, se respira un clima de polarización total y de regresión democrática, no solo alimentada por aquellos de quienes podría esperarse casi cualquier cosa, los gurús del capitalismo salvaje y el neoliberalismo más atroz, sino también por parte de sectores de la derecha y de la izquierda que, teóricamente en la búsqueda del bien común, pervierten y se apropian de palabras como “libertad” o “democracia” para vaciarlas de contenido real y utilizarlas como eslóganes huecos a través de los que instituir sus concepciones parciales y, por supuesto, interesadas, de los principios y valores que deben regir la vida en convivencia democrática. Estos grupos, tanto de derecha como de izquierda, además de los nacionalistas de cualquier lugar y bajo cualquier apellido, promueven la desobediencia y el rechazo a la ley democrática y al sistema político democrático, llegando incluso a declarar unilateralmente “ilegítimos” los resultados electorales, cuando son incompatibles con sus programas y propuestas o van contra sus intereses, impulsando su sustitución, naturalmente solo cuando les conviene, por su “superior” cuerpo de “leyes y principios morales”, según ellos, “de inspiración popular”, que consideran, por supuesto, de mayor legtimidad que la expresión de la voluntad popular que surge de las urnas y de los parlamentos. De este modo, se intenta arrebatar a los parlamentos su condición de depositarios de la expresión de la voluntad popular a través del voto y trasladar la soberanía a un ente difuso, no elegido por nadie sino por quienes lo utilizan como grupo de presión, llamado “pueblo”, “gente”, “nación” o de cualquier otro modo que implique tomar una parte, propia, adscrita, cebada, adoctrinada y manejada por el sector político en cuestión, por el todo, a fin de imponer, invocando la “democracia” pero al margen de los mecanismos democráticos, utilizando las ventajas de la democracia para realizar maniobras profundamente antidemocráticas, sus criterios al sistema político y, por tanto, al resto de la población.

Dentro de esta dinámica de los últimos tiempos un caso llamativo es el de la censura moral, la reescritura de la historia o la reconstrucción del canon literario o artístico no según los hechos demostrados o la calidad de la escritura o de los méritos plásticos o artísticos, sino conforme al cumplimento del código moral de quienes, al estilo de la antigua Liga de la Decencia o del Comité por el Ruego del Cuerpo, del Alma y del Pensamiento, erigiéndose en autonombrados comisarios políticos depositarios de la supremacía moral, se apropian de esa “inspiración popular” que, en sustitución de los derechos, las libertades y las leyes garantizados por la democracia, intentan convertir en ley obligatoria para todos. Así, los programas de estudios se ven desprovistos de determinados contenidos; libros de historia, de historia del arte, de historia del cine, son “corregidos”, “adaptados” o “purgados”; estatuas, selectivamente elegidas, son derribadas; pinturas y esculturas son parcialmente cubiertas o retiradas de las exposiciones; películas son censuradas, excluidas de las programaciones u obligatoriamente acompañadas de letreros “explicativos” que, desde los puntos de vista de la censura moral de que se trate, reinterpretan u ofrecen la lectura que exclusivamente “deben” tener para el público, mientras que otras que no pueden alcanzar son analizadas, criticadas y despreciadas, no sobre la base de su calidad artística y técnica, sino por la censura sistemática de su argumento conforme a criterios como raza, sexo y orientación política. Al mismo tiempo, y en sustitución de los contenidos perseguidos, desprestigiados o señalados, se publicitan otros, normalmente de importancia y calidad inferior, que cumplan las exigencias del sistema de “valores y principios” que se desea imponer, y que a menudo parten de la estricta aplicación de planteamientos racistas, sexistas o nacionalistas, presuntamente presentados en positivo, como discriminación positiva y ajuste de cuentas frente a la historia.

Aunque el fenómeno se ha acusado en los últimos tiempos y en países como España no hace sino crecer y hacerse más intenso, a lo que no es ajeno ese campo de expresión de la estupidez que son las redes sociales, sus picos y baches en la historia son cíclicos y el cine se ha ocupado profusamente de ellos. Uno de los más brillantes ejemplos es esta película de Daniel Taradash, guionista de filmes como De aquí a la eternidad (From Here to Eternity, Fred Zinnemann, 1952), Encubridora (Rancho Notorious, Fritz Lang, 1952), Désirée (Henry Koster, 1954), Picnic (Josha Logan, 1955), Me enamoré de una bruja (Bell, Book and Candle, Richard Quine, 1958), Morituri (Bernhard Wicki, 1965) o Hawaii (George Roy Hill, 1966), y también de esta, su única película como director, que se centra en uno de los episodios más oscuros de la democracia estadounidense, el macartismo, si bien para dibujar aquella época de persecuciones, censuras y purgas ideológicas de carácter anticomunista se vale de una parábola particular que tiene como centro el personaje de la bibliotecaria de una pequeña ciudad norteamericana.

Alicia Hull (Bette Davis) es la reconocida y apreciada responsable de la biblioteca municipal, y ha ido construyendo meticulosamente y siempre en lucha con las estrecheces presupuestarias (un denominador común a los poderes de toda tendencia es la desatención a la cultura y su sustitución por un sucedáneo domesticado conforme a sus propios principios políticos) un catálogo de fondos que intenta abarcar la mayor cantidad posible de conocimientos y que sea representativo de lo más destacado de la literatura universal. Esto hace que, por ejemplo, entre sus libros de ciencias políticas la biblioteca cuente con uno que detalla precisamente la historia y las doctrinas comunistas. Este detalle había pasado desapercibido, tanto como la existencia de cualquier otro libro que apenas se presta o se lee, hasta que es fortuitamente conocido por los responsables políticos de la ciudad, encabezados por el concejal Duncan (Brian Keith), que consideran que la presencia de ese libro en la biblioteca atenta contra la democracia americana y representa un riesgo para los lectores socios de la biblioteca, en esa despreciable tutela de la que se arrogan algunos para decidir, “por su bien”, qué le conviene y no le conviene a su pueblo. Taradash presenta magníficamente estructurado el funcionamiento de esta clase de censura moral, entonces y ahora, con los pasos sucesivos que se producen para lograr la implantación de un único prisma de pensamiento: Alicia Hull es llamada al orden y se le pide la retirada del libro del catálogo bajo el pretexto de servir a la preservación de la libertad, la democracia y los derechos de los ciudadanos; sin embargo, Alicia rebate, precisamente a través de argumentos tanto legales como democráticos, además de prácticos (cómo va a haber alguien contra el comunismo si nadie lee libros para saber qué es el comunismo y decidir como una persona adulta si lo apoya o lo rechaza), de una manera tan brillante las objeciones partidistas de los concejales, invocando esos mismos derechos, leyes y principios, que deben pasar a la segunda parte del mecanismo de presión y extorsión, que no es otra que el soborno. Tras años de solicitar un ala nueva para el edificio, ya escaso de espacio y sin un lugar adecuado para los lectores infantiles, Alicia es tentada con la concesión del crédito necesario para las obras a cambio de que el libro sea retirado. Naturalmente, sus principios democráticos y la cultura que ha adquirido a lo largo de los años le impiden aceptar, aunque no a la primera (Alicia Hull es un ser humano, no una superheroína, y Taradash no evita presentar sus debilidades y contradicciones, o incluso el efecto de los perjuicios que su terquedad, por democrática que sea, le ocasiona).

El tercer paso, una vez que la persuasión y el soborno no han funcionado, son las amenazas. La sombra del despido se utiliza como martillo pilón de presión sobre una mujer de edad madura que ha sido bibliotecaria toda su vida, que no sabe ni puede ya desempeñar otro oficio, y que en el pueblo ya no podría encontrar un empleo similar. Lo cual, ante su reiterada negativa y su resistencia a todas las presiones, deriva en el cuarto método de coacción empleado por los censores morales: el ostracismo. Ejecutada la amenaza de despido, los concejales no solo no evitan, sino que comparten y promueven el señalamiento público de Alicia, su vergüenza social constante, su aislamiento y de todo aquel que interactúa con ella, mantiene su amistad o convive en su cotidianidad. Y, aunque con excepciones que se ven obligadas a cumplir con este linchamiento social a regañadientes (Martina, el personaje de Kim Hunter), la película, que de una comedia de costumbres pasa a drama político-cívivo, y de aquí a película de terror social, bucea particularmente en el hundimiento personal de Alicia toda vez que se ha visto perseguida, acosada, humillada y linchada por, precisamente, defender la democracia y la libertad en la medida en que los políticos debían haberlo hecho, garantizando el derecho y la obligación de proveer a su biblioteca de los libros más importantes y significativos de la cultura, el arte, la literatura, la historia, la ciencia, la técnica y la política con fin a formar seres libres y autónomos, capaces de pensar por sí mismos y de desarrollar su propio intelecto sin la tutela de entes políticos interesados que no aspiran a otra cosa que a diseñar sociedades a su medida para perpetuarse eternamente en el poder. La conclusión es elocuente, y el final advierte del punto al que están ineludiblemente condenadas a desembocar las sociedades que permiten que esas tutelas impuestas rijan los valores y principios de su convivencia democrática. Una vez superado el punto de no retorno, la catástrofe social, cívica y cultural, y por tanto política, es inevitable, y el paso siguiente a la abundancia es el vacío absoluto, el nihilismo sobrevenido, la molicie y el reinado de la inteligencia troglodita.

La película, de metraje muy breve (no llega a hora y media) parte casi de los presupuestos formales de la serie B y de la televisión norteamericana de ficción de los años cincuenta. Se construye primordialmente sobre el diálogo, pero no evita secuencias de grupo especialmente emotivas y dotadas de tensión como la de la inauguración de la nueva ala de la biblioteca, a la que Alicia es invitada, en principio como homenaje a su larga labor de años que pudiera suponer un principio de conciliación, pero que deriva justo en el extremo opuesto y consolida la atmósfera hostil y violenta que debe afrontar cada día. Y, por supuesto, la secuencia final, cuando el caos y el desastre se hacen irreversibles y todo se pierde. Brian Keith, como el personaje más antipático de la función, está espléndido, y Alicia Hull compone a su bibliotecaria con su seriedad y determinación habitual, pero la provee de una sensibilidad y vulnerabidad realmente encomiables, y de un poso de duda que expresa adecuadamente ese punto de aceptación, de resignación, de seguidismo o de comodidad, no carentes de derrota y humillación, que incluso en los ciudadanos más capaces y consecuentes con los principios democráticos puede producirse cuando deben afrontarse situaciones tensas de crisis social que puedan suponer un coste económico, afectivo o de convivencia.

Extraordinaria película que nos recuerda la necesidad de luchar por la democracia día a día y en todos los ámbitos, y de relativizar los cantos de sirena que, pervirtiendo los valores y principios de nuestra sociedad, solo buscan negarlos y privarnos de la plasmación práctica de ellos.


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