La Espada Oculta (Kakushi ken oni no tsume, Japón, 2004), segunda cinta de la trilogía samurái dirigida por el muy popular y prolífico -aunque escasamente conocido en Occidente- Yôji Yamada, es una extensión de las preocupaciones temáticas y las decisiones estilísticas de su anterior filme, la obra mayor El Ocaso del Samurái (2002), una chambara crepuscular y anticlimática en la que se nos mostraba cómo la vida y la muerte de un samurai al final de la Era Edo (alrededor de 1868, para ser específicos) tenía que ver más con broncas económicas o con decisiones políticas que con enfrentamientos a katana limpia con algún peligroso rival. De hecho, La Espada Oculta no sólo está ubicada en la misma época, sino en el interior del mismo clan ficticio de los Unasaka. El aún joven samurái Munezo Katagiri (Masathoshi Nagase) es visto de forma desdeñosa por los ancianos de su propia familia y por los señores feudales del lugar porque pertenece a una casta inferior dentro de los samuráis, porque su padre fue acusado (¿injustamente?) de malos manejos por lo que se vio obligado a hacerse el hara-kiri, porque ha permanecido soltero cuando todos a su alrededor se han casado y, finalmente, porque después de rescatar de la esclavitud a su entrañable y encantadora criada familiar Kie (Takako Matsu, con las más bellas lágrimas que he visto en mucho tiempo), la lleva a vivir castamente con él, provocando que las malas lenguas se escandalicen, señalando que un samurái ha tomado como amante a una mujer pobre y de una casta tan inferior. No es casualidad que La Espada Oculta y El Ocaso del Samurái tengan tanto en común y cubran un terreno muy similar: las dos historias han sido adaptadas de la obra de Shûhei Fujisawa -la primera de un par de cuentos; la segunda, de tres novelas-, aunque en La Espada Oculta hay ciertas variaciones cómicas en el tono narrativo que resultan bienvenidas. Así, mientras somos testigos de las tribulaciones personales/amorosas de nuestro protagonista, el escudero Katagiri, vemos también paralelamente cómo ha iniciado la educación bélica occidental entre los samuráis del clan Unasaka, de tal forma que los correosos combatientes semifeudalizados tienen que empezar a saber cómo marchar en formación, cómo manejar la artillería o cómo limpiar un arma. Y si bien es cierto que al inicio todo esto lleva a la risa -hay un manejo muy eficaz de los gags por parte de Yamada en encuadres abiertos-, hacia el desenlace vemos que esos anticuados e "ignorantes" samuráis empiezan a actuar como la letal fuerza imperial que se convertiría el ejército japonés a inicios del siglo XX. El militarismo nipón expansionista estaba a punto de nacer en medio de algunas torpezas chistosonas. En el aspecto formal, Yamada dirige con el mismo limpio clasicismo de El Ocaso del Samurái. Al igual que en esta cinta, sólo hay dos peleas, nada "espectaculares" pero más emocionantes que todo lo que he visto en los últimos años (e incluyo aquí a la obra de Nolan, Snyder, del Toro y todos los demás): la primera, de entrenamiento, entre Munezo y su viejo maestro convertido en granjero Kanzai Toda (Min Tanaka); y la segunda, entre el propio Munezo y su antiguo camarada y compañero de katana Yaichirô Hazama (Yukiyoshi Ozawa), a quien el pedorro señor feudal que nunca falta, el Mayor Hori (el gran Ken Ogata), ha condenado a muerte, asignándole la tarea de enfrentamiento y ejecución al siempre reluctante Munezo. Yamada deja respirar el encuadre, en plano general y, por ende, a los samuráis que están en él. No hay corte que no esté justificado y cuando este ocurre, no hay oportunidad para la confusión espacial. Sabemos quién está atacando, quién se está defendiendo, quién ha sido herido y, en una elegante toma abierta, vemos cómo "la espada oculta" del título en español se mueve para cumplir con una postrer venganza en contra de la desvergonzada corrupción de un aborrecible liderazgo en decadencia. Al final, como su alma gemela, el modesto samurái pobretón de El Ocaso de un Samurái, Munezo tiene que renunciar a todo lo que tiene (pero, ¿qué tiene?, ¿su "honorable" servidumbre al shogunato?) para aspirar a ser feliz. Para aspirar a ser, nada más y nada menos, una persona decente.
La Espada Oculta (Kakushi ken oni no tsume, Japón, 2004), segunda cinta de la trilogía samurái dirigida por el muy popular y prolífico -aunque escasamente conocido en Occidente- Yôji Yamada, es una extensión de las preocupaciones temáticas y las decisiones estilísticas de su anterior filme, la obra mayor El Ocaso del Samurái (2002), una chambara crepuscular y anticlimática en la que se nos mostraba cómo la vida y la muerte de un samurai al final de la Era Edo (alrededor de 1868, para ser específicos) tenía que ver más con broncas económicas o con decisiones políticas que con enfrentamientos a katana limpia con algún peligroso rival. De hecho, La Espada Oculta no sólo está ubicada en la misma época, sino en el interior del mismo clan ficticio de los Unasaka. El aún joven samurái Munezo Katagiri (Masathoshi Nagase) es visto de forma desdeñosa por los ancianos de su propia familia y por los señores feudales del lugar porque pertenece a una casta inferior dentro de los samuráis, porque su padre fue acusado (¿injustamente?) de malos manejos por lo que se vio obligado a hacerse el hara-kiri, porque ha permanecido soltero cuando todos a su alrededor se han casado y, finalmente, porque después de rescatar de la esclavitud a su entrañable y encantadora criada familiar Kie (Takako Matsu, con las más bellas lágrimas que he visto en mucho tiempo), la lleva a vivir castamente con él, provocando que las malas lenguas se escandalicen, señalando que un samurái ha tomado como amante a una mujer pobre y de una casta tan inferior. No es casualidad que La Espada Oculta y El Ocaso del Samurái tengan tanto en común y cubran un terreno muy similar: las dos historias han sido adaptadas de la obra de Shûhei Fujisawa -la primera de un par de cuentos; la segunda, de tres novelas-, aunque en La Espada Oculta hay ciertas variaciones cómicas en el tono narrativo que resultan bienvenidas. Así, mientras somos testigos de las tribulaciones personales/amorosas de nuestro protagonista, el escudero Katagiri, vemos también paralelamente cómo ha iniciado la educación bélica occidental entre los samuráis del clan Unasaka, de tal forma que los correosos combatientes semifeudalizados tienen que empezar a saber cómo marchar en formación, cómo manejar la artillería o cómo limpiar un arma. Y si bien es cierto que al inicio todo esto lleva a la risa -hay un manejo muy eficaz de los gags por parte de Yamada en encuadres abiertos-, hacia el desenlace vemos que esos anticuados e "ignorantes" samuráis empiezan a actuar como la letal fuerza imperial que se convertiría el ejército japonés a inicios del siglo XX. El militarismo nipón expansionista estaba a punto de nacer en medio de algunas torpezas chistosonas. En el aspecto formal, Yamada dirige con el mismo limpio clasicismo de El Ocaso del Samurái. Al igual que en esta cinta, sólo hay dos peleas, nada "espectaculares" pero más emocionantes que todo lo que he visto en los últimos años (e incluyo aquí a la obra de Nolan, Snyder, del Toro y todos los demás): la primera, de entrenamiento, entre Munezo y su viejo maestro convertido en granjero Kanzai Toda (Min Tanaka); y la segunda, entre el propio Munezo y su antiguo camarada y compañero de katana Yaichirô Hazama (Yukiyoshi Ozawa), a quien el pedorro señor feudal que nunca falta, el Mayor Hori (el gran Ken Ogata), ha condenado a muerte, asignándole la tarea de enfrentamiento y ejecución al siempre reluctante Munezo. Yamada deja respirar el encuadre, en plano general y, por ende, a los samuráis que están en él. No hay corte que no esté justificado y cuando este ocurre, no hay oportunidad para la confusión espacial. Sabemos quién está atacando, quién se está defendiendo, quién ha sido herido y, en una elegante toma abierta, vemos cómo "la espada oculta" del título en español se mueve para cumplir con una postrer venganza en contra de la desvergonzada corrupción de un aborrecible liderazgo en decadencia. Al final, como su alma gemela, el modesto samurái pobretón de El Ocaso de un Samurái, Munezo tiene que renunciar a todo lo que tiene (pero, ¿qué tiene?, ¿su "honorable" servidumbre al shogunato?) para aspirar a ser feliz. Para aspirar a ser, nada más y nada menos, una persona decente.