En cambio, para el estreno de la segunda parte la Casa de las Ideas ya se había reivindicado con “X-Men” y el panorama era ahora mucho más proclive para las adaptaciones heroicas. Aunque fuera de esperar que “Blade II” mantuviera no obstante el mismo tono de su predecesora, sorprende que renunciara a incorporar ningún nuevo elemento de su universo de ficción, hasta el punto de seguir obviando incluso su propia naturaleza original de héroe de papel.
La primera parte de “Blade” recaudó en taquilla 131 millones de dólares. Puede parecer una cifra relativamente discreta para el género pero casi triplica su modesto presupuesto, con lo que la secuela era inevitable, sólo recuérdese que la mejor caja marvelita eran hasta entonces los apenas 38 millones de “Howard”. De hecho, Marvel Studios se plantea hoy en día volver a asumir una horquilla de producción similar para futuras adaptaciones de personajes menos conocidos que los grandes iconos en los que ha venido centrándose posteriormente, sin llegar al extremo de los insuficientes 15 millones con los que se llevó a cabo “El Castigador” en 2004.
David S. Goyer
Repiten las mismas productoras de la cinta original, New Line y Marvel Studios, incrementando ligeramente el presupuesto hasta los 55 millones de dólares, aún una cuarta parte de lo que ha costado por ejemplo “Iron Man 2”. Destaca el ascenso a productor ejecutivo del escritor de toda la saga, David S. Goyer, que empezaba así a asumir mayores responsabilidades que las meramente argumentales, hasta llegar a dirigir la tercera parte. No en vano, Goyer ha firmado más adaptaciones superheroicas, tanto de Marvel como de DC, que ningún otro guionista, y sigue ligado a varios futuros proyectos de ambos universos. La presente trilogía ilustra a la perfección su capacidad de mezclar acción urbana y elementos fantásticos con una deslumbrante ambientación, así como sus recurrentes defectos (salvo en compañía de Christopher Nolan): cierto conformismo en las tramas y un insuficiente desarrollo de personajes. Además, también se acreditó como productor a Wesley Snipes, sobre quien pesa en la actualidad una condena de 3 años de prisión por no haber declarado al fisco sus ingresos de precisamente aquellos años, adeudando 14 millones de dólares a la hacienda estadounidense.
Y es que el drástico cambio de registro respecto a su obra anterior, la española y mucho más personal “El espinazo del diablo”, invitaba cuanto menos al desconcierto. El propio director confesó de hecho no estar tan interesado en el mismo Blade como en los monstruos a los que se enfrenta, y que el encargo le sirvió en cierta forma como aval para demostrar que podía hacer frente rentablemente a una adaptación de gran formato, de cara a su proyecto soñado, “Hellboy”. Se trata de hecho de la única cinta de su filmografía en cuya escritura no se ha implicado en absoluto, si bien hay que reconocerle a Goyer que supo conjugar muchas de las constantes del director sin perjudicar por ello la coherencia de la saga, del mismo modo en que éste adaptó sus antes más pausados códigos narrativos a los más frenéticos que heredaba de la primera parte. Tal sincronía no es casual, ya que la elección del mexicano fue propuesta por Michael De Luca, jefe de producción de New Line, con un ojo puesto en la relectura del mito vampírico de su ópera prima “Cronos” y el otro en las espectaculares criaturas a las que dio forma en “Mimic”, ambos elementos ya muy presentes en la saga de Blade desde su primera entrega.
Al igual que en su primera película, del Toro concibe el vampirismo como una mera adicción desprovista de todo misticismo. En la saga de “Blade” puede incluso llegar a ser revertido superando el mono por la sangre, aunque los detalles del proceso sean algo confusos, más que nada para no tener que planteárselo como posible solución al conflicto. Si el recurso de la cura choca más en esta segunda parte que en la primera, en la que también era utilizado, es porque ahora sirve como excusa para justificar la forzadísima (y ni siquiera demasiado relevante) recuperación de Whistler, interpretado nuevamente por un insustancial Kris Kristofferson, al que se daba por muerto en la primera parte.
Mientras que en “Cronos” se nos mostraba un origen muy humano del vampirismo, en la saga de Blade se desconoce, aunque sigue siendo ilustrativo de su completa desacralización que ningún personaje se cuestione nada al respecto, a diferencia por ejemplo de los atormentados vampiros existencialistas de Anne Rice. Del mismo modo, la estructura social vampírica sigue siendo una sociedad secreta mundial paralela a la humana, con la salvedad de que ahora no se presta la menor atención a nuestro mundo. El vampiro ocupa el lugar argumental del hombre, hasta el punto de que apenas aparecen personajes humanos en la película, aunque sean por quienes supuestamente lucha el protagonista. Esta traslación llega a sus últimas consecuencias: en las dos cintas anteriores de del Toro, el monstruo era el precio de la ambición humana por superar sus propios límites naturales, el paso del tiempo en “Cronos” y la enfermedad en “Mimic”, que se volvía contra su propio creador; ahora es el propio vampiro quien, intentando forzar su propia evolución, crea accidentalmente una nueva subespecie de vampiros que vampirizan a vampiros, los “segadores”, de una ferocidad, grupalidad y capacidad de contagio casi más cercanas al zombi.
La apariencia de las nuevas criaturas remite a las encarnaciones más clásicas del “Nosferatu” de Murnau, al menos hasta que despliegan sus aterradoras mandíbulas de “Depredador” para lanzar el garfio de su lengua infecciosa como un “Alien”, sentando a del Toro, diseñador de los segadores, en el Olimpo de los grandes creadores de monstruos cinematográficos junto a Stan Winston y H.R. Giger, aunque como director no esté a la altura de John McTiernan ni Ridley Scott. La inquietante cicatriz que atraviesa la barbilla de los segadores cuando cierran su doble maxilar inferior remite a la máscara de “John el largo” que componían las garras de la especie Judas en “Mimic”, como un eco de la terrible simetría del “Tigre” de William Blake. El parentesco entre los segadores y las Judas refleja una de las constantes autorreferenciales del director, su pasión por los insectos como triunfo final de la naturaleza. En el fondo, del Toro ha venido a invertir en todas sus películas la cadena alimenticia para situar al hombre, o en esta ocasión al vampiro, en el lugar de la presa en vez del depredador. Igualmente, del Toro también recae en la recreación de escenografías con símbolos católicos (esculturas de ángeles, iglesias o la dicotomía cielo-infierno).
Uno de los cambios más notables respecto a la primera “Blade” es que se abandona su estética aséptica por un ambiente mucho más recargado y claustrofóbico. El rodaje tuvo lugar en Praga para rebajar costes, y la fotografía de Gabriel Beristain logra recrear una atmósfera neogótica y decadente en los grandes escenarios industriales de la capital checa, en contraste con el ambiente oscuro y opresivo que da al entorno subterráneo en que se desarrolla todo el tramo central de la película, alternando para ello paletas saturadas de tonos ocres o azulados. Puede echarse en falta la mayor elegancia del fotógrafo habitual de del Toro, el también mexicano Guillermo Navarro, pero Beristain se ajusta perfectamente al tono de la película, lo que le valdría de hecho repetir en la tercera entrega.
Contrariamente a la habitual división del trabajo en este tipo de producciones, Guillermo del Toro decidió implicarse personalmente en todo el proceso y filmar toda la película con una sola unidad de rodaje. Ya gozaba de una importante experiencia previa en maquillaje y efectos protésicos (fundó su propia compañía de diseño de maquillaje a principios de los 80), pero pretendía ensayar además todo un arsenal de recursos digitales que resultarían esenciales en sus siguientes películas. Lamentablemente, este carácter experimental confiere cierta irregularidad al acabado de la película, fracasando innecesariamente en algunas secuencias absurdamente infográficas al tiempo que alcanza la maestría en los fragmentos más viscerales, como las prácticas sadomasoquistas de la Casa del Dolor o la autopsia al segador, al nivel del mejor Rob Bottin de “La Cosa”.
Aparte del Wesley Snipes coreógrafo (no en vano fue bailarín en el videoclip del “Bad” de Michael Jackson), poco queda del actor de sus primeros trabajos con Spike Lee. Aunque nos da exactamente lo que se espera de una película como “Blade II”, una sobredosis de actitud chulesca, inexpresivo y con sonrisa de un único registro, y muchas más capacidades físicas que interpretativas. Gustará a aquellos que disfrutaron de sus acrobacias en la primera parte. Lo único que se le puede recriminar es que no se aprecia ninguna evolución en su personalidad, aparte de cierta socarronería en el trato con sus nuevos aliados vampíricos. Si sabemos cuanto le importa que su mejor amigo y mentor estuviera desaparecido tres años es porque nos lo dice, no porque lo muestre, del mismo modo que su fallido romance con Nyssa parece ocurrir a sus espaldas, ni hace falta siquiera que justifique qué pasó con la chica de la primera cinta, la película simplemente no va de eso, ni tampoco pretende engañar a nadie.
Con un del Toro desinteresado por sus personajes, alejado de la escritura del guión y centrado en el diseño de monstruos y la investigación de nuevos efectos especiales, puede decirse que “Blade II” fue en gran medida el laboratorio de “Hellboy”. Así lo apunta también que contara con Mike Mignola en el equipo artístico de la película. No obstante, el autor del chico del infierno ya había colaborado antes en “Atlantis” y “Drácula de Bram Stroker”, pero es igual de cierto que del Toro ya se postulaba entonces para adaptar su personaje. Como fuera, su entendimiento con del Toro fue tan fructífero que no sólo volvieron a colaborar en ambas partes de “Hellboy” sino también en su frustrada pre-producción de “El Hobbit”. En “Blade II”, su influencia es particularmente notoria en la decoración del jerarca vampiro Damaskinos, el principal villano de esta historia que adolece justamente de un antagonista potente pese a contar con el soporte de uno de los grandes malvados del cine alemán, Thomas Kretschmann; obsesionado por crear una raza superior de vampiros a través de la manipulación genética, llega a experimentar con su propio hijo Nomak creando accidentalmente a los segadores. Quien sostiene la trama es de hecho el vengativo hijo pródigo, interpretado por Luke Goss, que al menos ofrece un arranque prometedor pero luego se desinfla por ausencia de guión. Las relaciones entre padres e hijos son otra de las constantes del cine de del Toro, y el propio Goss volverá con un personaje muy similar, el príncipe Nuada, en “Hellboy II”.
Finalmente, “Blade II” obtuvo un éxito similar al de su predecesora, ligeramente al alza en la misma proporción que su presupuesto, alcanzado una taquilla global de 155 millones de dólares. La segunda mayor recaudación de la filmografía del Toro a tan sólo 5 millones de su “Hellboy II” que costó 15 millones más, pero muy lejos aún del descomunal taquillazo, 875 millones, con el que ese mismo 2002 “Spiderman” rindió finalmente Hollywood al potencial mercadotécnico de la Casa de las Ideas. Pero en esta ocasión el orden de los factores sí que afecto al producto: el “dampiro” volvió a las salas de cine tres meses antes de que la hoy familiar cortinilla del logotipo de Marvel anunciara a los espectadores arácnidos la llegada de la nueva era. La revolución podía estar a punto de comenzar pero, para Blade, aún era 1998.
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