Si queremos sentir emociones cargadas de nostalgia y sentimiento, si queremos hablar de amor al cine y en el cine, la película por excelencia es “Cinema Paradiso”. Con ella, Giuseppe Tornatore se consagró para la eternidad, y desde entonces las referencias en nuevos films que buscan promocionarse han sido continuas… lo mismo que esas imágenes del pequeño Totó con trozos de celuloide entre sus manos mientras se escucha la partitura de Ennio Morricone han pasado a ser como patrimonio de la Historia del Cine. En “Cinema Paradiso” asistimos a las crónicas de un pequeño pueblo siciliano, y también a una bella historia de amistad entre un curtido operador y un niño al que ha enseñado a amar el cine y algo más: Alfredo es como el padre al que la guerra arrebató a Totó, y éste es como el hijo en quien aquél volcó todo su cariño y experiencia… hasta ser capaz de sacrificar ese mismo amor y obligarle a que se fuera a Roma para no volver nunca más. Alfredo le enseñó a proyectar películas y también a amar, mientras estuvo a su lado y también una vez muerto, cuando su recuerdo le permitió recuperar la inocencia y revivir su primer y único amor.
Con Alfredo y Totó asistimos a esas divertidas proyecciones de cine mudo con Chaplin de protagonista y también a las aventuras y romances de Tyrone Power y Greta Garbo (aunque sin besos). Con ellos acompañamos a los habitantes de “La terra trema” de Visconti y escuchamos sentencias sabias del Spencer Tracy de “Furia” o del John Wayne de “El hombre tranquilo”, puestas ahora en boca de Alfredo. De la misma manera, vemos a los espectadores del Cinema Paradiso llorar, reír, fumar y horrorizarse o conmoverse con los personajes de esas películas que se ponen una y otra vez, les oímos gritar “¡el cuadro!” cuando se desajusta en la pantalla y reproducir unos diálogos que conocen de memoria… porque viven cada escena de cine, y éste se mezcla y confunde con la realidad. Por eso, vemos al pequeño Totó con descartes de celuloide y una desbordante imaginación construir verdaderos diálogos y guiones cinematográficos, al padre Adelfio disfrutar del cine en esos pases de censura y también escandalizarse ante tanto beso, al nuevo propietario Ciccio que moderniza El Nuovo Cinema Paradiso para dar entrada al erotismo y al negocio, y asistimos a sesiones al aire libre y también a la demolición del viejo edificio para hacer unos apartamentos… en lo que habla ya de la crisis del cine con la llegada de la televisión.
Desde pequeño Totó ha vivido el cine y para el cine, y cuando arranca la película vemos que es toda una celebridad de la industria… momento en el que recibe una llamada de su madre para decirle que Alfredo se ha muerto. Han pasado treinta años desde que se fue del pueblo y nunca ha vuelto, haciendo caso al consejo de su ciego amigo y mentor. Ahora, en la oscuridad de la noche –símil de la sala de cine– recuerda su vida en el pueblo… y Tornatore nos la pone en imágenes: sus escaramuzas en el cine y en la cabina prohibida, sus inquietudes ante un padre que no vuelve de la guerra de Rusia, las peleas de comunistas y burgueses de poca monta, la tragedia del incendio y su reacción heroica entre el humo asfixiante, su primer amor adolescente con Elena y su constancia para ganársela al pie de su ventana como el soldado del cuento, su servicio militar –de nuevo la guerra que destruye el amor– y su regreso al pueblo cuando percibe lo mucho que ha cambiado todo desde su partida…
Treinta años después se repetirá esa sensación, cuando acuda al entierro de Alfredo y vuelva a sentirse extraño y vacío, mientras una madre que no le pide explicaciones le dice que en esos años siempre ha notado, cuando le telefoneaba, que estaba muy solo aunque siempre acompañado de una mujer distinta… El antológico desenlace es para verlo y sentir cómo el corazón se encoge mientras pasan las imágenes encerradas en esas dos latas que le entrega la mujer del difunto de su parte: la primera película recoge su primer rodaje de juventud para volver a experimentar aquel primer y único amor que sintió por Elena; el segundo rollo le sorprende aún más cuando descubre que Alfredo le hace un último regalo y lección póstuma al volver a enseñarle lo que es amor: la secuencia de besos robados por la censura viene a rescatar para ese Salvatore (Totó adulto) el amor verdadero y el amor al cine, y a darle una segunda oportunidad. En cierta medida, ha tenido que volver junto a Alfredo para terminar su aprendizaje de la vida, para rescatar esos trozos de amor censurados y enlatados aparte esperando el día en que el espectador entendiera que el cine y la vida se resumen esencialmente en una secuencia continua de momentos de amor y muerte, de nacimiento y declive… algo que antes ya había sido gráficamente recogido en su primera película con la escena neorrealista del matadero seguida de otros planos de su amada Elena.
“Cinema Paradiso” se estructura en dos partes que se corresponden a la infancia y juventud de Totó –también podríamos decir que con su amor al cine y a Elena– con un breve prólogo y un emocionante epílogo. La bisagra que las articula está en ese trágico incendio de la cabina, precedido de uno de los momentos más mágicos de la película cuando se saca el cine al exterior de la plaza. En el momento de la desgracia, el pequeño Totó trata desesperadamente de abrirse paso entre las llamas y el humo mientras arrastra el cuerpo inconsciente de Alfredo y grita “¡corred!”, a la par que la cámara se va posando en cada uno de los carteles de películas que decoran la cabina… rostros amigos y personajes de ficción que han llenado la vida del pequeño, y por los que entonces también vela para que no sean destruidos por el fuego. Así es la vida de Totó, leal y agradecido a esos héroes de cine de los que aprendió a dar la vida por los amigos, espejo de su inocencia y también de su amor sincero.
Otro momento crucial será conversación entre los dos amigos cuando Salvatore vuelve de la mili y se encuentra desconsolado por la falta de noticias de Elena: vemos cómo el consejo paternal de Alfredo le abre los ojos a la realidad, donde la vida es más difícil que en el cine, y con enorme fuerza Philippe Noiret –excelente trabajo– empuja a Totó abrirse paso en el mundo… que “es tuyo porque eres joven (…); no vuelvas, no llores, no escribas; no te dejes engañar por la nostalgia; olvídanos”. Son fogonazos grabados a fuego que vienen a la mente del Salvatore romano en la noche en que recibe la noticia del fallecimiento, con unos insertos acertadísimos que el montaje trae para unir emocionalmente el pasado con el presente y preparar al protagonista y al espectador para un renacer al amor verdadero. Con ese consejo imperativo de no vivir de la nostalgia, Alfredo y Tornatore han echado la vista atrás pero no para quedarse en el pasado, sino para volver al presente de manera renovada, sin huir de fantasmas ni temores, con un sentido entrañable y más humano… y eso lo consiguen tanto uno como otro.
Son infinidad las escenas que han quedado grabadas en la memoria del espectador que ha visto “Cinema Paradiso”: esa campanilla censora con que el cura interrumpe los besos, el loco que se cree el dueño de la plaza, el examen para obtener el diploma elemental en que Alfredo copia al niño, la expectación de cada noche ante una contraventana de su amada que no se abre, o la proyección en la playa con espectadores subidos a barcas que es interrumpida por una tormenta que trae a Elena hasta Totó…, por no citar la escena final de Salvatore viendo el legado de Alfredo. Pero entre todas, me quedo –aparte del instante mágico previo al incendio ya señalado– con el momento en que la tristeza embarga a Totó y a su madre con la muerte del padre y esposo, y cómo volviendo llorosos del entierro… el niño ve en una pared el cartel de “Lo que el viento se llevó” y su rostro cambia repentinamente dibujándose una sonrisa de gozo y complicidad, pues de nuevo el amor de ficción de ha impuesto al dolor de la realidad y nuestro Totó se ha ido al mundo de los sueños.
Excelentes son la elipsis de Tornatore en la evocación de esos maravillosos años, desde esa en que el Totó niño deja paso al adolescente mientras su rostro es palpado por un Alfredo ya ciego… hasta aquella otra en que asistimos a una película de gánsters y un disparo se confunde con un ataque cardíaco de un espectador que se desvanece entre el ruido de la sala, para a continuación aparecer otro plano con una flor mortuoria en la butaca. Como metáfora de treinta años que necesitan ser revisados para volver a la pureza del amor y a la esencia de la felicidad, cabe destacar el plano mantenido de esa prenda que la madre anciana de Totó está tejiendo y que se va deshaciendo cuando ella acude a recibir a su hijo que llega de Roma, ejemplo gráfico de una vida paciente que siempre espera y de otra que necesita su tiempo para aprender y regresar.
Y también merecen ser subrayadas unas interpretaciones de Philippe Noiret y de Salvatore Cascio (el pequeño Totó) que hacen que amemos su historia y no la olvidemos, lo mismo que un contenido Jacques Perrin que aguanta cámara como pocos han logrado, o ese simpático cura y buena persona al que da vida Leopoldo Trieste o las dos madrazas italianas que interpretan Antonella Attili y Pupella Maggio en su juventud y vejez… y todos esos secundarios que encarnan tantos tipos populares perfectamente creíbles y auténticos. Pero quien a todos envuelve de nostalgia y espíritu entrañable es Morricone, cuyo tema musical inunda cada plano y convierte a “Cinema Paradiso” en un placer para los sentidos y en un viaje por el cine para acompañar a un niño que se enamoró desde la butaca y a un adulto que tuvo que volver a ser niño para recuperar el amor a la vida. Al final, Tornatore y Morricone, Alfredo y Totó nos habrán dado casi dos horas de amor y nostalgia, de buenos sentimientos y risas… mientras asistíamos a su historia de besos robados, sentados en una de esas sillas destartaladas del Cinema Paradiso.
En las imágenes: Fotogramas de “Cinema Paradiso” – Copyright © 1988 Cristaldifilm, Les Films Ariane, Radiotelevisione Italiana y TF1 Films Productions. Todos los derechos reservados.