Vinilo Azul. -“Círculos concéntricos en torno a Richard Ford”
Sobreviene una extraña sensación cuando un autor al que has seguido desde hace muchos años recibe un premio como el Princesa Sofía de Literatura. De repente, surgen enfervorizados fans por doquier, quizás es que les apasionaba en silencio, o que su voz no la escuchábamos, o que en esta sociedad del silencio más vale permanecer callado esperando al Gran Acontecimiento y saltar en el momento adecuado, o que hay tantos hipócritas que se suben al carro que cualquier emperadorzuelo podrá vestir, de nuevo y sin ser desenmascarados sus timadores esta vez (no como en el cuento de Andersen), un inexistente traje que deje sus carnes al desnudo.
Me da igual, porque Richard Ford forma parte de mi vida, casi de una forma crucial. Allá por 1989, uno era un veinteañero reciente que buscaba encontrarse en la música, en los libros y en la noche. Y se le apareció “Rock Springs”, como se le aparecieron unos amigos como The Amateurs con los que viajó por toda España como roadie, como descubrió locales como el No Name, o, más tarde, el Chanel o el Monster. Y así transcurrieron los meses, en una búsqueda desesperada que se ampliaría durante muchos años. Entonces, en aquellos días, también apareció Ella. Y llegaron “Incendios”. Buscando, buscando, aparecieron sus dos primeras novelas que cautivaron a aquel joven melenudo que trataba de dejarse el pelo con los cardados imposibles de Nick Cave o Nick Marsh (Flesh For Lulu) que había visto en las largas sesiones nocturnas de La 2 contemplando “La Edad de Oro”. Personajes que no cesaban de vagar entre el caos, el vacío y una incesante y desalentadora búsqueda por las inacabables carreteras estadounidenses. El amor con Ella supuso algo diferente, un bendito espejismo que hizo despertar a aquel joven desorientado, aunque no lo suficiente para que siguiera a su lado cuando trató de levantarse, de enderezar su senda hacia un camino que le llevaría, tras muchos años de sufrimiento, al destino que se había propuesto.
Hace unos meses, mientras charlaba con Juan Codorniú -regresado guitarrista de Lagartija Nick- tras su intensísimo concierto en el Ciares Rock Fest comprendí el extraño significado que, a veces, se nos presenta ante nuestros propios ojos, ante los acontecimientos de nuestra propia vida. La historia, las historias, no transcurren en círculos, sino en círculos concéntricos. Allí estábamos, al orbayu gijonés, con una cerveza en la mano, hablando como cuando nos conocimos en una inacabable noche otoñal de principios de los 90 en Madrid. Todo, en este año, los altos, los bajos, ciertas (no voy a definirlas como “grandes”) desgracias y muchos obstáculos imprevistos, parecían recordar a aquel círculo concéntrico de principios de los 90. Redescubrir al Richard Ford olvidado, mi adiós irrevocable a Ella-tras nuestra mágica e insólita segunda oportunidad de vivir el amor tras dos décadas-, otros sinsabores y reveses que no vienen al caso... todo parecía regresar con unos endiablados paralelismos. Aunque yo ya no era el mismo.
Con el academicismo propio de ese conocimiento más ligado al maistream que a una sabiduría profunda, todas las crónicas periodísticas alaban a Frank Bascombe, personaje de cabecera de unas novelas de Richard Ford, que son, casualmente, las que menos interés me generan. Maestro indiscutible del relato, dotado de una sensibilidad y pulso certero para definir personajes en caída y situaciones de aparente derrota, Ford ha de ser explorado con juicio atento, no el superficial que, en estos días de fastos y gozosos encuentros, se impone. Para mí, hay algo más que su literatura: se trata de un vínculo invisible, muy dentro de mí, engarzado a momentos de mi vida muy precisos, a círculos concéntricos que se abren y se cierran creando zanjas en mi existencia por encima de las que trato de asomarme, una vez más, a la busca desesperada de nuevos horizontes.
MANOLO D. ABAD
Publicado en el suplemento "D-Oviedo" del diario "El Comercio" el 30 de octubre de 2016