25 julio 2013 por matthewfragel
En esos países oscuros en los que el invierno dura medio año, los pisos compartidos están a la orden del día. No son soluciones de urgencia para estudiantes menesterosos, sino una opción vital a la que recurren inquilinos de todas las edades. En este peculiar sistema las vacantes se producen con altísima frecuencia, hasta el punto de que uno no puede considerarse nativo si no ha tenido que lidiar con media docena de mudanzas.
Sea como fuere, buscar a alguien que ocupe una habitación vacante es un procedimiento fatigoso y delicado. En primer lugar, hay que poner un anuncio por la mañana y retirarlo inmediatamente por la tarde, para evitar que el aluvión de llamadas consuma los nervios de la persona de contacto. Tal es, o suele ser, la avidez de los aspirantes. Sin embargo, y una vez recopilada la lista de interesados en cuestión, comienza la fase decisiva: el casting.
Sí, amigos y amigas: buscar piso en determinados países se parece más a una audición de Broadway que a un procedimiento mercantil. Hay que ser puntual, sonreír mucho y buscar puntos de encuentro con los inquilinos titulares, que nos escogerán o no en función de variables tan etéreas como la simpatía, la extroversión o el sentido del humor. Me han contado casos realmente maquiavélicos, en los que los interesados se encuentran con una fiesta sorpresa en la cual se ven obligados a alternar. Algunos de los participantes serán también candidatos, pero otros ya viven en el piso y pululan camuflados entre los canapés, asignando notas mentales a los que mejores habilidades sociales demuestren.
Tal es la oferta que uno puede elegir dónde acomodarse en función de sus propias afinidades. Así, hay pisos liberales y progresistas, pisos vegetarianos y omnívoros, pisos comunales e individualistas. De la misma manera, también, hay barrios homogéneos y multicolores, barrios trendy y barrios cutres, barrios pijos y barrios pobres. Elegir dónde y con quién vivimos es una declaración de intenciones, que indica quiénes somos y lo que pensamos.
Es lógico que uno busque a los suyos y yo el primero. Que una centrifugadora invisible acabe creando grumos de gente acostumbrada a ver el mundo de la misma forma. Pero al mismo tiempo no puedo dejar de preguntarme: ¿no estaremos cerrando demasiado el círculo? ¿creando una burbuja de confort, una celda de paredes invisibles en la que todos los internos asienten y se indignan con predecible exactitud? Es como leer determinadas editoriales: antes de terminar la primera palabra ya sabemos lo que van a decir.