Durante siglos, la salud se ha definido simplemente como “ausencia de enfermedad”. Tan somera descripción era suficiente. Pero en los últimos años esta visión comienza a cambiar. No nos basta un bienestar que sea ausencia de dolor.
Ahora queremos un modo de vida que aproveche todas nuestras capacidades, una forma excelente de vivir. Y eso ha hecho que nos interesemos por enriquecer nuestro modo de hablar de la salud, del bienestar, de la felicidad. Han aparecido palabras para designarla: crecimiento vital, realización personal, sentimiento de flujo, fortalezas personales y una que, como floricultor me gusta especialmente: flourishing, “florecer”. Es difícil utilizar la palabra en castellano en sentido psicológico sin resultar cursi, pero, a pesar de todo lo haré. ¿Qué podemos entender por “una vida floreciente”?
Demos una vuelta por el jardín, que en todas las culturas ha sido una gran metáfora para la vida humana. Es la naturaleza humanizada. Cuando una planta florece, está en la cima de su desarrollo mostrando su vitalidad, energía, belleza y fertilidad. Pues bien, estas son las cualidades que atribuimos a un ser humano cuando utilizamos el florecer como metáfora. Según define una obra recién publicada -The Encyclopedia of Positive Psychology, de Shane J. López (Ed. Wiley-Blackwell)-, flourishing es “un estado de vitalidad emocional y de buen funcionamiento en la vida íntima y social”.
Para medirlo, hay que atender a tres aspectos: El primero es el bienestar emocional, concretado por los sentimientos positivos que experimenta la persona: la alegría, la serenidad, el entusiasmo, el optimismo... El segundo es el modo de gestionar la propia vida, las buenas relaciones con uno mismo: el sentimiento del propio valor, las metas vitales, la autonomía, la autoconfianza. Y el tercero es la forma de gestionar la relación con los demás, la buena convivencia, la aceptación social, el amor, la pertenencia, la utilidad social.
Una vida floreciente se opone a la enfermedad: por eso es un tipo de salud. Pero se opone también a la languidez, a una vida a medio gas. Como dicen los especialistas en este tema, “florecer es vivir verdaderamente, no limitarse a existir”. Tiene un carácter expansivo que se manifiesta en el interés por las cosas y las personas, en los lazos de afecto que facilita. Me gusta hablar de “inteligencia resuelta”, porque la palabra resolución tiene dos sentidos: “resolver un problema” y “andar con decisión”.
Florecer es un modo intenso, entusiasta de vivir; opuesto al mero vegetar. Lo caracterizan dos funciones: la percepción de posibilidades y la capacidad de disfrutar. Descubrir posibilidades en la realidad amplía el campo de acción, es la raíz de la creatividad y anima nuestros proyectos. La depresión podría definirse como la “ausencia de posibilidades” y también como “anhedonia”, como “ausencia de placer”. En cambio, el florecimiento incluye la capacidad de disfrutar con muchas cosas, grandes y pequeñas, la vitalidad emocional, la resistencia en los momentos malos y los sentimientos positivos hacia la propia vida.
Cada persona florecerá a su manera. Como jardinero, presumo de ser un experto en floreceres. Los disfruto, los colecciono y los clasifico. Desde el explosivo florecer de los hibiscos, hasta el pausado de las rosas; desde el precipitado de los prunus hasta el lento y humilde de las encinas. Cada planta tiene su ritmo y sus hechuras. Bajo el sol, mi jardín florece.
Ojalá los lectores de estas páginas florezcan también, armónica, bella, poderosamente.
Extracto “El arte de florecer”, por Jose Antonio MarinaRevista Mente Sana, nº52, p.46-48