Era 1966: el año del Black Power, el telemaratón de Jerry Lewis y «Eight Miles High». Tras la brillante bandera azul del cielo, un hombre vagaba fuera de una cápsula espacial, amarrado solo por un ombligo de goma. Entretanto, abajo, la cuidada fachada del mundo que había dejado atrás se desmoronaba. Volutas de hierba surcaban el aire de mediodía; espirales de grafitis florecían en los buzones y en las cornisas de los edificios municipales; cerca de donde había aparcado William, dos chavales blancos, un niño y una niña, sentados en una caja aplastada en la acera, mendigaban a los corredores de Bolsa sin darle más trascendencia que si pidieran la hora. Y a William le parecía que todo ello denotaba progreso en lugar de decadencia: presagiaba el advenimiento de un modo de vida más extasiado, más perspicaz. Porque ¿cómo podría presentarse su padre, la mismísima encarnación del orden burgués, en las mismas calles que ahora pisaba el hijo? No, pensó William, pescando el poco cambio que le quedaba en el bolsillo para dárselo a la niña con cara de coyote: ahora Nueva York pertenecía al futuro. Y esta vez le protegería, seguro. Nunca más se decepcionarían.No todos los días se termina una novela de casi mil páginas. Tampoco se empieza todos los días; la decisión de leer una obra de este calibre suele conllevar una reflexión previa. En la siempre escasa vida útil de un lector, pocas pasan la criba, de ahí que afrontar la lectura de un «ladrillo» tenga un aura de gran acontecimiento. Luego está la búsqueda del momento, de la predisposición adecuada para pasar muchas horas en su compañía. El miedo al aburrimiento, a no ser capaz de llegar al desenlace, puede ser un freno que postergue ad infinitum la aventura. Con todo, a veces, solo a veces, uno sale victorioso: no por el hecho de alcanzar la meta, sino por la sensación de que, mientras ha durado la experiencia, se ha formado parte de un rico universo narrativo; la sensación de que no se ha sido solo un lector, sino un participante que, al terminar, se lleva un pedazo de la vida comprendida entre las palabras. Y, por extensión, se lleva también ese vacío que queda después de acometer una proeza.Todo esto he encontrado en Ciudad en llamas(2015), la primera novela de Garth Risk Hallberg (1978), escritor nacido en Luisiana, criado en Carolina del Norte y afincado en Nueva York. Esta última ciudad es la protagonista de su obra; en concreto, durante las décadas de los años sesenta y setenta, época de grandes movimientos juveniles, hasta la noche del 13 de julio de 1977, cuando se produjo el famoso apagón que dejó Nueva York a oscuras. Antes de la oscuridad, no obstante, hay novecientas páginas llenas de pirotecnia. No de claridad, porque su pistoletazo de salida es un suceso: un tiroteo en Nochevieja. Garth Risk Hallberg, como Donna Tartt en El jilguero(2013), conoce las utilidades de comenzar con un misterio que sirva de hilo para desarrollar una historia en la que hay mucho más que suspense, no en vano recibió un adelanto de dos millones de dólares. Este fenómeno es el fruto de un trabajo titánico —cinco años de planificación más otros cinco de redacción— para construir una obra coral de las que aspiran a convertirse en la gran novela americana, un concepto, el de la gran novela americana, que ya es más un género en sí mismo (y una socorrida estrategia comercial) que una posibilidad definitiva. Garth Risk Hallberg ha escrito su nombre en él.Luces, cámara, acciónEs decir, ¿quién no sigue soñando con un mundo distinto a este? ¿Quién de nosotros —si implica liberarse de la locura, del misterio, de la belleza totalmente inútil del millón de posibles Nueva Yorks de otra época— está dispuesto, incluso ahora, a renunciar a la esperanza?
Garth Risk Hallberg
La pregunta del millón: ¿de verdad merece la pena Ciudad en llamas, el fenómeno tiene su razón de ser o se ha orquestado el hype desde un departamento de marketing? Mi respuesta: sí y pero. Sí es buena, muy buena. Sí, enriquece la literatura actual, por su extraordinaria evocación de Nueva York a través de una novela coral que pone de relieve la diversidad y los puntos de contacto entre sus distintos estamentos. Sí, es una novela que se disfruta, que primero se cuece a fuego lento y a partir de la mitad se lee con la avidez con la que leíamos a Charles Dickens, una novela que provoca el subidón de adrenalina de una montaña rusa. Tiene, además, el plus de comprender una vasta cultura popular, sobre todo musical. Sí, sí, sí; esta novela tiene muchos síes. Pero: pero una obra maestra, no. Es importante e incluso imprescindible que un escritor tenga ambición. Ahora bien, cuando el lector no deja de repetirse esta palabra al pensar en su novela suele ser porque la ambición se ha salido un poco de la raya. Los excesos, el querer abarcarlo todo. Por momentos se ha sacrificado «alma», entendida como fuerza narrativa, en favor de complejidad. Pero sí: en cualquier caso es buena, muy buena. Una gran novela sobre Nueva York y uno de los libros más potentes del año.Citas en cursiva de las páginas 203, 17, 609, 259, 274 y 276.Fotos: Nueva York en los años setenta y ochenta (fuente).