Ciudadanos y mercados

Publicado el 13 septiembre 2011 por Jaque Al Neoliberalismo
Manuel Castells, Attac
Zapatero quedará en la historia como el peor presidente de la democracia española hasta la fecha (Aznar al menos tenia coherencia ideológica). La pantomima de reforma constitucional perpetrada con nocturnidad y alevosía veraniega por los dos grandes partidos compinchados afecta a la raíz de la democracia y la autonomía del Estado. Ha sido una decisión impuesta por Merkel y Sarkozy, retomando una propuesta del PP. Se razona que era necesaria para calmar la desconfianza de los mercados sobre la deuda española que podría precipitar una crisis de las deudas europeas, en particular italiana, hundiendo así al euro. Reflotar a Grecia, Portugal e Irlanda es difícil. Salvar a España de la quiebra es inviable para las finanzas alemanas y francesas. De ahí la presión sobre el Gobierno español que hace tiempo abandonó cualquier veleidad de soberanía económica. Todo en nombre de vaticinios sobre el comportamiento de los mercados, poder supremo y misterioso al que hay que aplacar con sacrificios humanos: los recortes de gasto social afectan a salud, educación y pensiones, o sea, a la vida.
Pero ¿quiénes son los mercados? ¿Usted conoce personalmente a algún mercado? En realidad se les pueden poner nombres y apellidos: son los inversores (tal vez usted mismo) gestionados por intermediarios financieros. ¿Pero qué quieren los tales inversores y sus intermediarios? ¿El equilibrio fiscal? ¿La capacidad de pago de la deuda a largo plazo? Todo eso son cálculos estratégicos para llegar a otro fin, a lo que verdaderamente mueve la inversión: la ganancia contante y sonante a corto plazo. Así funcionan las finanzas, de eso dependen los dividendos para los accionistas y, sobre todo, las comisiones y primas para los operativos financieros. Y esa ganancia a corto plazo se obtiene por múltiples medios, entre ellos la apuesta por cambios de valoración de efectos financieros, incluidos los bonos del Tesoro y las divisas. De modo que según para quién la devaluación de la deuda soberana española y el aumento de la prima de riesgo pueden resultar en un pingüe negocio. Las grandes ganancias se producen precisamente en situación de turbulencia financiera.
En cambio lo que los inversores (llamados mercados) tienen en cuenta son las perspectivas de actividad de cada economía. Porque la recesión y el aumento del paro son mal negocio para todos. Precisamente por eso, cuando en la primavera del 2010 España decretó medidas de austeridad la evaluadora Fitch rebajó la cotización de nuestra deuda pública. ¿Qué no harán ahora esos inversores al saber que, aunque a largo plazo la deuda española pudiera pagarse, a corto plazo el país se queda seco de estímulo fiscal posible en una situación en que la inversión privada no puede salir por si sola de la crisis de empleo y demanda? La atonía económica es la más negra perspectiva para los mercados.
Y por eso el mismo día en que los siseñores de las Cortes del Reino votaban atar de pies y manos al Estado discapacitándolo para obtener recursos cuando hiciera falta, subía la prima de riesgo española y caían las bolsas de todo el mundo como reacción al decrecimiento del empleo en EE.UU. En contraste, hubo una reacción alcista de las bolsas cuando se alcanzó el acuerdo para que EE.UU. pudiera endeudarse más. Y se han vuelto a hundir tras el anuncio por el FMI de la posibilidad de recesión a pesar (o a causa) de los recortes. Por esas razones pueden quebrar España y el euro, no por endeudarnos.
No se trata de salvar la economía española sino de aprovechar la crisis para maniatar a los representantes de los ciudadanos por si tienen la tentación de seguir a sus votantes en lugar de a los mercados interpretados por Merkel, Sarkozy y todos aquellos que salvan su pellejo político en sus países a costa de los otros europeos: una demostración de la des(U)nión Europea.
Pues este es el meollo de la cuestión: en nombre de los mercados (cuyo criterio está por ver) se impone una reforma constitucional a los ciudadanos, sin consultarlos y aprovechando una mayoría parlamentaria que puede disolverse en tres meses. Y de paso, se deslegitima una Constitución de quita y pon, que es intocable para según qué cosas y se manipula en unos días para lo que conviene a aquellos políticos coyunturalmente en el poder. Así jamás se hubiera aprobado la Constitución de 1978 que, por imperfecta que sea, permitió organizar una coexistencia política a partir de un consenso evolutivo que ahora se ha roto sin necesidad perentoria y sin informar a los ciudadanos del por qué de esa urgencia aparte de las oscuras referencias a la percepción de los mercados. Y es que los ciudadanos tienen derecho a equivocarse porque eso también es soberanía popular. Lo que no aceptan es invocar la democracia como fuente de legitimidad para después actuar sobre temas tan importantes aplicando el rodillo parlamentario como si el país fuera de los políticos. El ejemplo islandés vuelve a la memoria: tras meses de movimiento social un referéndum sobre las políticas de crisis llevó a la regulación financiera, al despido y encausamiento de políticos culpables de la crisis y al impago de las deudas bancarias. Y se arregló la cosa para la gente.
Si ya había una crisis de legitimidad profunda en la democracia española, fuente de la indignación que comparte una gran mayoría de la población, esta vergonzosa reforma de la Constitución dinamita cualquier credibilidad de los políticos que la votaron. Y de paso se lo pone muy difícil a Rubalcaba, que intentaba salvar los muebles de su partido y de la política tendiendo puentes al sentir de la sociedad. Si la fuente de la Constitución son los mercados, que manden los banqueros por la vía directa. Pero si los ciudadanos piensan que son ellos los constituyentes, tal vez podrían refundar la democracia pacíficamente y limpiar las instituciones de unos partidos mayoritarios que acampan en las Cortes como si fuera su finca y nosotros sus peones. Acampada contra acampada. Cinismo político contra esperanza de ciudadanía. A desalambrar.Una mirada no convencional al neoliberalismo y la globalización