Claro, estepa y desierto

Por Siempreenmedio @Siempreblog

Escala de Norwood para calificar la alopecia androgénica. / American Hair Loss Association

El otro día llegó a mi correo electrónico una petición insólita. Un empresario de Santa Cruz de Tenerife quería que escribiera una recomendación en su perfil de LinkedIn, algo bastante común entre las personas que buscan trabajo o clientes en esa red social, pero nada frecuente en mi caso. No porque a nadie le interese que yo lo recomiende (que también puede ser), sino porque el negocio que me hacía la solicitud era nada más y nada menos que una peluquería. Como muchos entenderán, borré ese mensaje de inmediato.

De hecho, hace como mil años que no piso uno de esos establecimientos. Todo comenzó un día en el parque recreativo de la Mesa Mota. Por ese entonces, yo lucía todavía una larga melena que cuidaba con champú y suavizante, una pelambrera que, ingenuo de mí, creía que iba a durar para siempre. Nada más lejos de la realidad. Ese día, una de las jornadas más oscuras de la biografía de Carlos Padilla, un compañero de clase se inclinó sobre mi cabeza mientras yo permanecía sentado y procedió a inspeccionar aquella, hasta entonces, frondosa mata de pelo. “Uy, Carlos. Se te empieza a ver el cartón”, sentenció con frialdad.

Recuerdo que llegué a casa desesperado, cogí un espejo pequeño e intenté descubrir, haciendo contorsionismo en el cuarto de baño, qué estaba sucediendo en mi coronilla. Después de mucho retorcerme y remover mi masa capilar, la descubrí. Allí estaba, incipiente pero inevitable, suave y desgarradora, clara pero tenebrosa… Una pequeña clarea devastaba, sin prisa pero sin pausa, mi cabellera. Era el acabose.

A partir de ese momento, fue visto y no visto. La clarea se transformó en claro, el claro en estepa y la estepa en desierto. De nada sirvieron aquellos productos mentolados, el tónico capilar, la cáscara de plátano y los complejos vitamínicos. Día a día, mi pelo perdía volumen, fuerza, color. Tampoco me servían los consuelos del tipo “tío, no te preocupes, mira al cantante de Pantera“, “vas a ahorrar en barbería” o “¡eso es la testosterona!”. Mi cabeza de melón iba camino de convertirse en eso precisamente: un melón.

Hoy, pasados los años, ya lo es. Sin embargo, he aprendido a convivir con ella. Es importante llevar siempre el pelo (el que queda) muy corto (yo me he comprado una rapadora eléctrica) y protegerse con crema o sombrero cuando hace sol. En invierno, también boina, porque la calva es hipersensible a la rasca y el pelete.  Además, debes aumentar las precauciones, porque si te das un golpe, ante la falta de colchón, duele más. Y lo más importante: olvídate de los peinados, las rastas, trenzas y demás, pues a menos que quieras parecerte al mecánico electricista de mi padre, que se enrollaba el único mechón que le quedaba sobre la calva, bien sujeto con Patrico, tus estilismos peluqueros se deben limitar ahora a uno: el look bola de billar.