La proclamación de Claudio como emperador es uno de esos momentos en que la historia cede el paso a la farsa. En los momentos de caos y confusión que siguieron al asesinato de Calígula, un aterrorizado Claudio se escondió en el palacio del emperador. A sus escasos treinta años, el hijo de Druso el Mayor había visto los suficientes asesinatos de amigos y familiares como para olerse lo peor en una situación como aquélla. Hasta ese momento, se había salvado del veneno y el puñal gracias a su tartamudeo y cojera, que le habían ganado la fama de retrasado y, por lo tanto, de inofensivo. De hecho, en más de una ocasión recibe el consejo de cultivar esa imagen de idiotez como la mejor defensa posible. Ahora, tras el asesinato de su sobrino el emperador, Claudio, de manera comprensible, piensa que la guardia pretoriana viene a por él. El pobre no sabe dónde meterse y se oculta tras unas cortinas. Allí lo encuentra un soldado llamado Grato, que, entre risas, informa a su superior de que ha encontrado con la persona indicada para suceder al emperador. "¡Soltadme!", grita Claudio, "¡no quiero ser emperador! ¡Larga vida a la república!". Pero de convencerlo se ocupa no sólo Mesalina, sino también el propio Grato, que, con una sonrisita burlona, le dice que no se ponga así, que ya se acostumbrará, y que:
-No es una vida tan mala la de emperador.
Esta proclamación tiene lugar al final de Yo, Claudio. Antes de ello, entre motines, batallas, intrigas palaciegas y asesinatos a porrillo, hemos asistido al auge y caída de tres emperadores, pero el verdadero conflicto, como hemos visto en la escena descrita arriba, es el que se produce con el fin de la República Romana y el nacimiento del Imperio, de la mano de Augusto. Claudio, que siempre quiso mantenerse al margen, que no anheló otra cosa que vivir tranquilo estudiando y escribiendo libros de historia, y que siempre fue un hombre de fuertes convicciones republicanas, se ve obligado a aceptar un puesto radicalmente contrario a sus principios. Y si el libro empieza con un tono irónico ("Yo, Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico Esto-lo-otro-y-lo-de-más-allá"), el final no lo es menos. Como aquellos pobres diablos que, en lo alto de la cruz, aún eran capaces de ver el lado brillante de la vida, nuestro héroe se consuela pensando que, como emperador, sus libros llegarán a muchos más lectores.
Yo, Claudio está considerada no sólo una de las mejores novelas inglesas del siglo XX, sino un hito en la novela histórica, género cuya definición precisa constituye uno de esos debates eternos en la historia de la literatura. Algunos dicen que es novela histórica cualquiera que transcurra como mínimo cincuenta años antes de ser escrita, mientras que otros arguyen que su rasgo esencial es una visión realista o costumbrista de la época recreada. A este respecto, una de las definiciones que más me ha gustado es la que sugiere que "el objetivo de la ficción histórica no es mostrar al lector cómo era la vida exactamente en un periodo determinado de la historia (...). [En una novela histórica] el autor no centra su obra en la recreación de una época, sino en la trama, con el fin de ayudarnos a entender las diferencias entre entonces y ahora, y en unos personajes que consigan trascender el tiempo y hablarnos desde su propia perspectiva de una forma que el lector actual pueda entender. Una definición de ficción histórica literaria es, pues, la de una 'ficción situada en el pasado pero que hace hincapié en cuestiones relevantes en el momento actual.'"
Pues bien, Yo, Claudio fue publicada en 1934, cuando Hitler llevaba un año en la cancillería; Mussolini, doce como dictador, y en la Unión Soviética Stalin se afianzaba como caudillo. A lo largo de la historia de la humanidad no han faltado tiranos, sátrapas y genocidas, pero no cabe duda de que en los años treinta, y sobre todo a partir de la publicación de estas novelas, era difícil que nadie estableciera un paralelismo entre estos dictadores y aquellos divinos emperadores. ¿Culto al líder? ¿Juicios farsa? ¿Grandes purgas? ¿Ejércitos de informadores? Lo siento, dictadores estrella del siglo XX, pero todo eso estaba ya más que inventado antes de que llegarais vosotros. Y si, como novela histórica, Yo Claudio servía de reflejo de su época a los lectores de aquella década fatídica, como obra maestra de la literatura nos habla también directamente a nosotros, como hará con los lectores de siglos venideros. Por fortuna, la gran literatura no caduca. Por desgracia, el ser humano no aprende.
La novela empieza con un recurso clásico y poderoso: la profecía de la Sibila. El narrador, un Claudio irónico, como hemos visto, anciano y que tiene ya presentimientos de muerte, recuerda la visita que dieciocho años atrás hizo a la Sibila en Cumas. La Sibila vaticina el destino del Imperio en unos versos enigmáticos, como debe ser, pero que dejan entrever un atisbo de lo que se avecina, y despiertan ya el interés del lector por ver qué va a pasar con esos "peludos", pues tal es el origen etimológico de la palabra "césar". A diferencia del resto del libro, inspirado principalmente en la obra de Suetonio, este episodio es fruto exclusivamente de la imaginación de Graves, que se sirvió de este artificio para enmarcar la narración. Parte de ese marco narrativo es también la elección del griego para escribir estas memorias. Nos dice Claudio que el griego siempre será la lengua literaria del mundo y que si Roma, como predice la Sibila, acabará pudriéndose, ¿no se pudrirá el latín con ella? Desconozco en qué lengua escogió expresarse en sus copiosas y desparecidas obras el verdadero Claudio, pero la ficción de hacerlo en el griego de Shakespeare le permite a nuestro narrador explicarnos el significado y etimología de términos del latín, algo que no habría tenido ningún sentido si estuvieran escritas en esta lengua.
Así, aprendemos, como ya hemos visto, que césar significa una cabeza cubierta de pelo, o que Cayo Julio César Augusto Germánico recibió el sobrenombre de Calígula porque de niño, cuando acompañaba en expediciones militares a su padre Germánico, gustaba de calzarse las botas (caligas) de los legionarios.
Anécdotas lingüísticas aparte, leer estas dos fantásticas novelas es una experiencia literaria inolvidable, del mismo modo que debió de ser inolvidable ver en su momento la mítica adaptación que la BBC hizo en 1976. Servidor, por desgracia, era demasiado pequeñajo en aquella época para ver tanta depravación, y en mi recuerdo el rostro de Derek Jacobi está indisolublemente asociado desde entonces a la voz de mi madre diciendo "¿qué haces levantado? ¡a la cama ya!". Con aquella serie, toda España se aprendió la sucesión de emperadores desde Augusto a Nerón, lo cual nos devuelve al debate sobre la ficción histórica, de la que se dice también que debe entretener e ilustrar. En ese sentido, el mérito de Graves es haber dado vida -vida eterna, además- a personajes habitualmente marmóreos. Suetonio y Tácito, por nombrar a los más conocidos, han narrado las vidas de algunos de estos personajes, y sus descripciones, las de Suetonio en particular, son memorables, pero la distancia entre historiador e historiado era imposible de obviar. Al meterse en la piel de Claudio, Graves salva esa distancia y nos narra en primera persona y desde el ojo del huracán todos aquellos hechos que habitualmente nos refería la Historia. Y esto, que hoy parece obvio, antes no lo era.
Según el autor, la obra comenzó a gestarse la noche en que, tras leer a Suetonio, la figura de Claudio se le apareció en un sueño exigiéndole que escribiera su verdadera historia. (Claro que, en otro momento, Graves dijo que la había escrito con el único fin de ganar dinero). Y aunque no se nos oculta ninguno de los defectos de Claudio, es evidente que Yo, Claudio tiene mucho de reivindicación de la figura del emperador. Pero más allá del retrato de Claudio, personalmente, y como he señalado más arriba, creo que Graves nos habla del siglo XX, de tiranías, de despotismo, de la brutalidad del poder, de la indefensión del pueblo frente a ese poder, de la absoluta soledad del poderoso y, sobre todo, de la dificultad que el buen gobernante tiene para regir el país con estricta fidelidad a sus principios.
En lo que se refiere a la soledad del poderoso, sólo un personaje es capaz de aliviar ese sentimiento hasta el final de la vida de nuestro héroe. Claudio, rechazado por su familia desde niño y objeto de burla por parte de todos, encuentra cariño en su admirado hermano Germánico y su primo Póstumo, y respeto en el filósofo Atenodoro, su tutor, que despierta en él el amor por la historia y el anhelo de la república. Pero cuando el pequeño Claudio lo conoce, Atenodoro es ya un anciano, y Germánico y Póstumo serán víctimas de conjuras que hacen hervir la sangre al lector. Las sucesivas esposas de Claudio, por su parte, no le provocan más que asco, disgustos o indiferencia, y la única a la que de verdad creee amar es la pérfida Mesalina, cuya reputación de ninfómana recalcitrante y aficionada a endulzar elvino ajeno es cuestionada hoy por la historia. Sólo una persona comprende, respeta y estima a Claudio hasta el fin de sus días: la prostituta Calpurnia. En ella Graves crea uno de esos personajes secundarios que bien valdrían una obra entera por sí mismos.
¿Y qué hay de la religión? Al fin y al cabo, hablamos de Claudio, el dios. La religión, siempre inseparable del poder, lo era también en Roma, y más aún desde el momento en que se divinizó a Augusto. No obstante, el lector observa en estos romanos, mucho menos locos de lo que aseguran algunos, una actitud absolutamente pragmática e incluso racional hacia la religión. Como nos recuerda Isaac Asimov en El Imperio Romano, (de la imprescindible Historia Universal, en Alianza):
Las religiones oficiales de Grecia y Roma por igual estaban prácticamente muertas por la época del Imperio. Las clases superiores realizaban los ritos (...) de una manera mecánica y distraída.
El propio Claudio nos dice:
Fue por esta época cuando empecé a interesarme por la cuestión de las nuevas religiones y cultos. Cada año llegaba a Roma algún nuevo dios para satisfacer las necesidades de los inmigrantes, algo a lo que yo no tenía objeción alguna. (...) El descubrimiento de que la religión es un producto comercial como el aceite, los higos o los esclavos se hizo en Roma durante los últimos años de la República.
A pesar de ello, el fanatismo religioso es uno de los temas centrales de Claudio, el dios.
Parece haber demasiada religión en el ambiente. Es una mala señal. Me recuerda a lo que dijiste cuando hicimos decapitar a aquel idiota místico, Juan el Bautista: "el fanatismo religioso es la forma más peligroso de locura".
Son palabras de que Graves pone en boca de Salomé, aunque podría haberlas pronunciado el propio Claudio. Éste, que ya se vio obligado a olvidar sus principios al aceptar ser proclamado emperador, y que en todo momento se ha negado en redondo a que lo divinicen, reacciona de un modo resignado y burlón cuando le informan de que en Inglaterra, en el templo dedicado a Augusto en Colchester, ahora lo adoran a él:
Así que por eso me siento tan raro. ¡Me he convertido en un dios!
Añádase a todo ello el conflicto entre judíos y griegos en Alejandría, por el plan de Calígula de erigir templos a sí mismo en las sinagogas, y que condujo a algunos de los primeros pogromos de la historia; la detallada descripción del druidismo y algunas de sus prácticas más bárbaras, así como la determinación de Claudio de erradicarlo; la ya mencionada divinización del caudillo; la aparición de un loco al que llaman el Mesías, los ecos de cuya fama y devoción popular llegan hasta Roma; o, más allá de la religión, la cuestión de quién es un ciudadano romano de pleno derecho y quién no; la corrupción en la concesión de monopolios; o la borrosa línea que separa la política de las carreras de cuadrigas, y veremos que la relevancia de esta obra tranquila y genial se extiende hasta tiempos y lugares muy cercanos.
Tanto Yo, Claudio como Claudio, el dios son lo que en inglés se llama long-seller, libros que no han dejado de reeditarse y venderse desde su publicación. Al tratarse de libros de ficción, he intentado no caer en la tentación de recrearme en los acontecimientos históricos, algo que además me habría tenido perdido durante semanas, y me he limitado a incluir algunas fotografías al respecto. De hecho, aunque sería un crimen dejar de lado el talento literario del autor, uno podría, si quisiera, leer estas dos novelas como si se trataran de libros de historia, tanta es la fidelidad de Graves a los hechos. Éste es el gran logro de don Robert, crear una obra de ficción fascinante y amena, en la que la ficción juega de hecho un papel muy pequeño. Dar vida a incontables personajes hasta entonces pétreos y momificados (¡qué gran escena, por poner un ejemplo, el último encuentro entre Tiberio y Livia!), presentar de manera clara un periodo complejo y crucial de la historia, y lograr que el resultado sea tan fresco hoy como cuando se publicó hace ochenta años, es algo que sólo está al alcance de los maestros. Y hoy que la novela histórica vive una especie de auge, uno se pregunta...