¿Alguien es capaz de imaginar una empresa en la que casi el 80 por ciento de los jefes desapruebe la gestión de un trabajador y, pese a todo, éste se niegue a dimitir y no pueda ser despedido, pese a que no exista ninguna cláusula al respecto, no reconozca sus errores, que los tiene, y, por tanto, no rectifique mientras la empresa hace aguas por su desastrosa labor? En realidad, no tan difícil de imaginar. Está pasando, aquí y ahora.
Y cada promesa incumplida es como una mentira en un currículum que le encumbró al puesto de responsabilidad que ocupa. El absurdo llega al clímax cuando los empresarios, hartos, sin justicia que les ampare, salen a la calle a protestar contra la incompetencia y mala praxis, contra la incapacidad de su trabajador de revertir la situación a la que él mismo ha llevado a la compañía. Volvió a pasar ayer, también, cuando cientos de miles de personas que pagan a esos asalariados, que son muchos: ellos, sus amigos, sus familiares, cubrieron las calles de esperanza, una esperanza renovada dos años después de aquel 15-M de 2011 en que muchos pensamos que un cambio era posible. Dos años después, las cosas siguen igual. Peor. Y es que estos empresarios que somos todos, que pagamos con nuestros impuestos a estos empleados incapacitados para su tarea, pasamos penurias, no llegamos a final de mes mientras los impostores transitan sin problemas por la vida regalada y cruzan la ciudad como una exhalación en sus coches oficiales, ajenos al ruido, a los atascos de todo tipo que sufrimos el resto que tanto incomodan mientras desmembran la gran empresa que heredaron en pequeños trozos, a pagar en cómodos plazos por los poderosos amigos de la privada.
Que alguien me enseñe dónde está la cláusula del contrato que incluye estos abusos, que da patente de corso a los incompetentes para, una vez alcanzado el poder a base de mentiras, se perpetúan en él y se amparan en aquel éxito entre otros candidatos, para hacer y deshacer en esta gran empresa que somos todos como si fuera suya.