He pensado mucho pero, como casi siempre, darle tantas vueltas a las cosas es una pérdida de tiempo. La respuestas, cuando existen, se abren camino no sé bien si solas o si guiadas por una especie de invocación. En este caso la respuesta vino hacia mí a medida que avanzaba por las páginas de este libro de Marta Sanz. Dos trayectos (el mío y el de la respuesta) inversos pero destinados a cruzarse y eclosionar en un mismo punto del camino creando una estela iluminadora de todo el incierto paraje de alrededor. Dos trayectos (el mío y el de Marta) intermitentemente paralelos y tan cercanos que por momentos se han hecho uno. Es curioso ese cruce de caminos, ese mapa de carreteras que une instantáneamente en nombre de las más maravillosas y patéticas coincidencias el viaje de nuestras vidas. Es curioso y revelador, y es de esa revelación de la que nace el sí mayúscula que es mi respuesta a mi propia pregunta. SÍ, es ahora el momento, porque este libro es por momentos espejo de mi propio cruce de caminos, porque cuando regrese aquí no sé de qué recodo apareceré, en qué estación estaré o qué peaje habré pagado, pero el momento actual sí lo conozco y es ahora cuando he de contároslo.
«Tengo cuarenta y ocho años. No. En realidad tengo cuarenta y siete. Hace dos años que no tengo menstruación. Soy una mujer de éxito llena de tristeza. Temo que se mueran mis padres. Mi marido está en el paro. Trabajo sin cesar. No quiero quedarme sola. He tenido mucha suerte. Me han querido tanto. No sé ganar. Ni perder. Me da pánico no disponer de tiempo suficiente para disfrutar de tanta felicidad y tantos privilegios».
Tiene casi cuarenta y ocho años Marta Sanz cuando escribe este libro. Cincuenta ha cumplido en este 2017 en el que lo publica y yo lo leo. Cuarenta cumpliré yo en unos días. Cuarenta contaba ella al escribir La lección de anatomía. Dos años me faltaban a mí para cumplirlos cuando lo leí y, supongo que por proximidad, me reconocí en ese momento vital de la autora; pero es que ahora, al leer Clavícula, me he vuelto a reconocer. ¿Cómo es posible que estos escasos dos años equivalgan para mí a una década?
Hace un tiempo, algo antes de leer La lección de anatomía, un médico me comentó que estaba viviendo cosas que por edad no me correspondían. He pensado mucho en ello desde entonces. He vuelto a pensarlo al leer este libro pero de otra manera: si entonces era joven para vivir lo que estaba viviendo; si ahora soy mayor para vivir lo que vivo. Enlazo aquí con el inicio de esta entrada y los motivos de mi retirada bloguera temporal y pienso si no soy ya demasiado mayor, si no me puede ya el cansancio para seguir luchando no voy a decir por una estabilidad laboral sino por cualquier otra cosa a la que se le pueda añadir el adjetivo laboral. Y ahí me encuentro a Marta Sanz diez años mayor que yo desmontando el mito del escritor de éxito, recriminando de soslayo a su marido en paro el rechazar un trabajo no exento de cierta peligrosidad, no rechazando ella ninguno por miedo a que no la vuelvan a llamar. Y sigo pensando: ¿qué nos está pasando? ¿qué epidemia nos asola para que a una edad en la que deberíamos estar disfrutando de cierta tranquilidad adquirida aún estemos viviendo cuitas de veinteañeros?
«Mi dolor es una letra que se escribe cuando tengo miedo de no poder pagar las facturas o subvencionarme una vejez sin olor a vieja. Creo que esta confesión es absolutamente impúdica pero fundamental».Tiene miedo Marta Sanz a que su dolor, a que esa clavícula que se le clava, esconda una enfermedad que no le permita trabajar. Tiene más miedo aún de que tras ese dolor no haya nada. Porque la nada es un territorio vasto, fértil e inexplorado.
«Yo quiero que me quiten un dolor. Que me ayuden a localizarlo. Que me extirpen del corazón el ansia poniéndole un nombre y un remedio».Y me reconozco en sus miedos, como me reconozco en tantas de las páginas de este libro. Dejo aparte la menopausia, que me llegará más pronto que tarde, así como los coqueteos con pastillitas (que nadie se asuste, todo bajo prescripción médica). Sé que su historia y la mía son distintas porque su vida y la mía también lo son, pero ambas no son más que el producto de una época y una cultura, por eso, aunque diferentes, ambas son reflejo de la otra.
Sí, me reconozco en un relato suyo que incluye cuya protagonista y narradora (me temo que autobiográfica) viaja sola y espera en las estaciones, no por haberlo vivido sino por miedo a vivirlo; me reconozco en las otras mujeres dolientes a las que da voz, víctimas de los prejuicios y heroínas del día a día, incomprendidas a las que solo falta tildar de histéricas, que ya se sabe que es vocablo que etimológicamente procede de útero y que por tanto solo puede ser asignado a mujeres, como también se sabe que la medicina tradicionalmente se ha estudiado bajo un punto de vista masculino; me hermano con ella y me reconozco también heredera de su «gen de la infelicidad», que no le permite disfrutar de lo bueno que pasa por su vida tal vez por saberlo efímero; reconozco tener también el «ojo sucio» y ser incapaz de maquillar la realidad y hacerla más halagüeña, incluso reconozco haber disfrutado de sus tintes ácidos de humor negro; y reivindico, al igual que ella, el derecho al pataleo e incluso ese cierto egoísmo que implica el autocompadecerse.
Waiting for de bus. Fotografía de Franck Michel
Vuelve la Marta Sanz más auténtica, la honesta, la que se expone y expone y se flagela por ello. Vuelve y hace de la cotidianidad arte literario. Vuelve a escribirse sin ocultarse tras un personaje porque ya no sabe, no quiere hacer otra cosa. Y yo volveré también a contaros lo que leo, exponiéndome a medias. Volveré aunque no sé si lo hago bien o sí merece la pena. Volveré porque a mí sí me la merece. Volveré porque no quiero (incluso a veces pienso que no sé) hacer otra cosa.
Hasta pronto.
«Y a la vez que me ennecio y disminuyo sin remisión, pienso que vivimos en un mundo ñoño. Se valora el forro rosa de los cuadernos y los vídeos de gatitos en YouTube. Mientras tanto, la sensibilidad verdadera -la mía, lo digo sin faltar a la modestia- se hace medicamentosa o se confundo con el mal carácter o con el no saber vivir en paz. Y, sin embargo, no puedo dar nada mejor de mí que este desenmascaramiento mientras reconozco que el miedo a la locura no proviene de una predisposición química, endógena, sino de una serie de estímulos externos que me van dejando huellas, incisiones muy profundas, sombras del hueso fracturado que se ven en las radiografías. Marcas en partes recónditas de ese alma que no existe. Los vídeos de gatitos cantantes acumulan «me gusta» en YouTube -una mano con el pulgar hacia arriba, una mano de Ave César, los que van a morir te saludan-, mientras de noche alguien lanza piedras contra los alféizares donde se desgañitan las gatas en celo y yo no puedo darte nada mejor de mí que estas palabras purgantes. Ni Atlántidas ni unicornios ni enanitos saltarines. Tampoco puedo escribirte una novela sobre el tráfico de órganos, una conspiración de espías, una novela de una fornicación detrás de otra o una aventura de niños que, de pronto, descubren el dolor o la bondad del mundo, en una epifanía, a lo Harper Lee. Todas esas ficciones a mí ya sólo me suenan a mentira y no te puedo dar nada mejor de mí que estas páginas donde te cuento que a nadie le gustan realmente lo gatos, que pronto se convertirán en una plaga como las palomas de la paz y los cocodrilos de las alcantarillas de Niuyork. El mundo nos inflige un gran mal con sus sonrisas de chicle y la verdadera tristeza, la verdadera sensibilidad -es decir, la mía, lo digo sin falsa modestia-, se arregla con cápsulas y comprimidos, o se castiga utilizando argumentos tan distintos como la falta de carácter, el síndrome de la niña mimada, el déficit de la conveniente sustancia o reacción química. O la crueldad. La brutalidad. Mi crueldad. Mis ganas de hacerme daño con lo que pienso -¿para poder escribirlo?- y, de paso, hacerles daño a los otros ofendiendo su paz y su salud de corredores, de fanáticos parroquianos de la lucha contra el botulismo y el colesterol. Y, de repente, no sé por qué -o sí, lo sé perfectamente y escribir que no sé por qué no es más que una pose lírica-, me viene a la cabeza Jessica Lange, que interpretó a Frances en mil novecientos ochenta y algo. Podría ser más exacta, ahora todos podemos serlo, pero me resisto a consultar el dato en Google. Me viene a la cabeza la lobotomía que le hicieron a Frances, y juntar en la misma frase lobotomía y cabeza es una gran desgracia y ninguna casualidad. A Frances le hicieron una lobotomía política. Y aquí me callo porque creo que, con esas dos palabras unidas en el mismo fragmento de lenguaje, resumo mis lloros y el dolor de mi clavícula, que alcanza ya a la arteria subclavia y que puede llegar muchísimo más lejos y más allá».
wishbone. Fotografía de Timo Schmitt
Ficha del libro:
Título: Clavícula (o mi clavícula y otros inmensos desajustes)
Autora: Marta Sanz
Editorial: Anagrama
Año de publicación: 2017
Nº de páginas: 208
ISBN: 978-84-339-9829-3
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