Cobarde – @Ordinarylives

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Los cobardes siempre acabamos solos, condenados a la triste existencia de contemplar cómo se apaga el día tras la ventana del salón. Por exceso o por defecto solemos equivocarnos en cualquier decisión que tomamos, a pesar de todo, de pensar o de no hacerlo, de querer o de elegir en contra de nuestra voluntad. La caída del Imperio romano fue culpa de cobardes, la crucifixión, Birkenau y el gueto de Kraków, la quema de Juana de Arco y la matanza de Columbine.

Los cobardes somos esa especie que se esconde de la luz, de las sonrisas de los demás, que permanecemos en la sombra de una rutina establecida desde hace años. Fumamos mientras las nubes avanzan, leemos cuando las luces de neón ya parpadean a las afueras de todos los locales, lloramos cuando las risas resuenan entre las canciones de moda en cualquier rincón de la ciudad. Arrepentidos por un sí o un no dicho a deshora, a destiempo, por olvidar que pisamos un suelo inestable, que nos movemos en arenas movedizas de las que tarde o temprano no seremos capaces de salir.

Por eso, supongo, que aquel día cuando me desperté solo entre unas sábanas que todavía seguían oliendo a ella supe que todo se había acabado, que no había vuelta atrás. Tomé aire, me llevé las manos a la cara y cerré y abrí los ojos durante unos segundos, tratando de hacerme la idea de que todo aquello se había vuelto real. Los demonios habían dejado de pulular, de trepar por las paredes para bajar a mi terreno y clavar el puñal entre las dos escápulas, y yo sólo podía caer de bruces contra el parquet y probar mi propia sangre. Obligado a encenderme un cigarro que me quemara un poco más los pulmones, y mitigara el dolor, puse los pies en el suelo y caminé hasta la cocina, la nota en la puerta de la nevera sujeta con aquel imán de nuestro último viaje significó la estocada final para mí, víctima de los detalles mínimos. Arranqué la hoja y me senté para leer.

No hacía falta una gran despedida, eso lo tenía claro, pero tampoco esperaba que su letra aterciopelada y redondeada, similar a esa de las estudiantes universitarias me grabara aquella palabra en la retina de una forma tan cruel: Cobarde. Y lo tenía asumido, desde hacía mucho, pero que ella lo escribiera con cierta rabia y algunas lágrimas en su mirada hacía que doliera mucho más, que se me encogiera el corazón inerte que bombeaba de vez en cuando la sangre descompuesta que navega por mis arterias y venas.

Los cobardes no convenimos a nadie, llevamos el miedo tatuado en la piel. Y el miedo acaba siendo la peor arma, el veneno más fuerte.

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