El Puerto de la Luz no solo es una novela romántica, sino que es también una historia en la que está presente la búsqueda de la identidad. La identidad de la protagonista, que no conoce sus orígenes, pero también la de un lugar, pues la multiculturalidad entró de golpe en la isla de Gran Canaria cuando se creó el Puerto de la Luz. Un lugar ya en sí sincrético, pues el substrato guanche estaba presente en la comunidad española tras la conquista en el siglo XV. Muchos ilustres dentro de la cultura canaria, desde Cairasco de Figueroa en el siglo XVI hasta el pintor Oramas en el siglo XX, han reflejado la cultura prehispánica. Sin embargo, la llegada masiva de barcos europeos, sobre todo ingleses, no solo hizo que entrara en la isla el influjo de otras nacionalidades, sino también la modernidad. Anclada en un mundo rural arcaico, con una economía de subsistencia, la isla sintió el contraste de un comercio internacional, del capitalismo y de unas comunicaciones que ignoraba. Durante los años que residí en Las Palmas de Gran Canaria, me sorprendió la huella inglesa que había en la isla. Lo primero que llamó mi atención fueron las casas coloniales de Tafira, sobre todo una de paredes roja al lado de una pequeña carretera bordeada de eucaliptos (“los trajeron los ingleses de Australia”, me dijeron). Luego conocí la calle inglesa (en la que se conduce por la izquierda), la Playa del inglés, el cementerio inglés, los edificios Elder y Miller… Y, ¿cómo no?, palabras canarias como “guagua” (wawon), “queque” (cake) o “nife” (knife), etc. ¿De dónde venía todo eso?
Fragmento de El Puerto de la Luz.Encontraron mesa en una terraza de la Plaza de Cairasco, frente a la sede del Gabinete Literario y, mientras, la señorita Snodgrass pidió un té, Natalia optó por un café bien negro, que no pudo decir si le gustó o no. Más que hablar, allí estuvieron pendientes de todo lo que ocurría a su alrededor mientras fumaban. Se distinguían de inmediato los ingleses de los españoles, no solo por el color de su piel y su expresión, también por sus ropas. De blanco, las mujeres inglesas y, de caqui, los hombres; mientras que los canarios llevaban mayoritariamente ropas desgastadas de campesino o trajes oscuros ya anticuados. Las mujeres locales cubrían sus cabezas con pañuelos, aunque también las había con vestidos algo más distinguidos, aunque más aparatosos que los que usaban las británicas. Pero, sobre todo, se reconocían por el tono de voz que empleaban al hablar. Los británicos mantenían el temple y hablaban bajo, mientras que los españoles eran más impulsivos y menos formales en su modo de comportarse. Había chiquillos corriendo sin madre ni niñera, muchachas que no disimulaban su interés por algún caballero y hombres que no escatimaban en piropear a esas jóvenes. Aquello parecía una estampa pintoresca que había tomado vida. Era como si aquel lugar fuera el elegido por la sociedad para ver y dejarse ver, pero al que se incorporaban sin desentonar momentos de la cotidianidad. A la hora de pagar, les sorprendió que el camarero prefiriera cobrar en moneda inglesa y la señorita Snodgrass guardó su calderilla española y sacó unos peniques. –Mañana cruzaremos uno de los puentes de Guiniguada y visitaremos la zona más típica; ahora conviene regresar. Temo que me dé una insolación, a pesar de tanta nube. No comprendo cómo puede estar usted tan fresca. Al coger el tranvía, les sorprendió que un muchacho fuera caminando por las vías justo delante de la máquina y avisando a la gente de la llegada de la locomotora, lo que ralentizaba el viaje. La señorita Snodgrass preguntó a un caballero inglés el motivo de esa rareza y por respuesta obtuvo que se trataba de una medida adoptada el año anterior con el fin de evitar accidentes, que los había habido con frecuencia. Se apearon en el siguiente aparadero tal como les habían indicado, el que las dejaba en la zona del Muelle de San Telmo. Al descender del tranvía, la señorita Snodgrass tropezó y, sin llegar a caerse del todo, apoyó mal un pie y notó un dolor intenso en el tobillo. El resto del camino lo hubo de hacer cojeando y agarrada al brazo de Natalia. Se encontraban ya cerca del hotel Santa Catalina cuando la señorita Snodgrass se resintió y, tras pararse, comentó. –Necesito descansar. ¿Le importa que nos detengamos cinco minutos? Y entonces fue cuando él la vio.
-Texto y fotografías por Jane Kelder