Revista Cine

Coctelera de terrores: El ataúd (The oblong box, Gordon Hessler, 1969)

Publicado el 26 marzo 2018 por 39escalones

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La productora American International Pictures nació en 1954 y desde el principio se orientó a la producción de películas de bajo presupuesto y corta duración que pudieran nutrir los programas dobles. En la línea de los éxitos de la Hammer británica y su cineasta más celebrado, Terence Fisher, la AIP dedicó gran parte de sus esfuerzos a la producción de películas de terror y encontró a Roger Corman a su propio director fetiche, en particular, a través de su serie de adaptaciones de la obra de Edgar Allan Poe protagonizadas por Vincent Price. El tiempo, la repetición y el agotamiento de la fórmula irían desgastando paulatinamente este tipo de propuestas, pero a finales de los sesenta y principios de los setenta todavía era posible encontrar pequeñas joyas y absolutas rarezas de este terror de serie B. Una de estas últimas es El ataúd (The oblong box, Gordon Hessler, 1969), que no solo parece un compendio de los temas y las formas que tanto la Hammer como la AIP imprimieron a sus respectivos productos, sino que además se alimenta de una recopilación tan exhaustiva de motivos y situaciones de las películas de horror que se la puede considerar un catálogo-homenaje. En El ataúd hay reminiscencias del monstruo de Frankenstein, de Drácula, del hombre-lobo, de Mr. Hyde, del fantasma de la Ópera, de los clásicos de zombis de los años treinta, del sello de terror de Val Lewton en la RKO, de Alfred Hitchcock y de las tramas clásicas del psicópata de turno asesino de mujeres, además de las propias de Edgar Allan Poe, el autor del cuento en que se basa el guion.

La mixtura entre AIP y Hammer queda patente desde el reparto. Vincent Price interpreta a Julian Markham, un aristócrata británico de la época victoriana que mantiene encerrado a su hermano Edward (Alister Williamson) en una torre de su mansión después de que este regresara grotescamente desfigurado de un viaje a África. Christopher Lee (acreditado como “estrella especial invitada”), por su parte, da vida al doctor J. Neuhartt, un hombre de ciencia que realiza sus investigaciones con cadáveres que obtiene de los ladrones de tumbas. Un grupo de turbios amigos de Edward, con la colaboración de un hechicero africano, trama un plan para que el prisionero pueda fingir su muerte y sea enterrado vivo, para su posterior rescate y liberación y que pueda ser operado y reconstruido de las terribles heridas que le obligan a cubrir su rostro con una capucha roja. La casualidad quiere que los ladrones de tumbas le metan mano a la de Edward antes de que sus compinches accedan al cementerio para salvarlo, de manera que el falso cadáver termina en poder de Neuhartt. El intento de huida de Edward degenera en una espiral de violencia y crímenes y en una investigación policial a la busca y captura de un asesino en serie.

Cabe, en primer lugar, maravillarse de la cantidad de hechos y situaciones que pueden condensarse en apenas 90 minutos de duración, esto, a pesar de la dirección desmañada de Hessler, probablemente prisionero a su vez de las limitaciones presupuestarias y de la obligatoriedad de repetir ubicaciones y decorados o de la necesidad de exprimirlos y reutilizarlos. Terror, romance, intriga policial y lucha de clases tienen su tiempo y su espacio a lo largo del breve metraje. La película profundiza en la línea gótica tradicional de las producciones Hammer y AIP, remontándose incluso a la Universal y la RKO en la definición de ese espacio de terror propio, esa geografía urbana y natural que se encuentra a mitad de camino entre Londres y la campiña inglesa y el centro y este de Europa, territorio, como los Cárpatos, proclive a todo tipo de leyendas ancestrales sobre vampirismo, y que se ha erigido más allá de las modas y las décadas como un ecosistema puramente cinematográfico al servicio de los terrores más tradicionales, presente igualmente en la obra de directores como Jesús Franco, Narciso Ibáñez Serrador o Werner Herzog, y que afecta tanto a los exteriores (pueblos, calles, bosques, montañas y lagos) como a los interiores (mansiones tenebrosas, criptas, sótanos, torreones, panteones). La trama se sustenta en la doble vertiente que protagonizan Price y Lee cada uno por su lado, y que convergen únicamente en el punto inmediatamente anterior al clímax, momento en el que también se desvela el secreto que aspira a mantener al espectador pegado a la pantalla, es decir, qué hay bajo la capucha roja del desgraciado prisionero asesino. La acción, tan irregular como el conjunto de la película, alterna planos estáticos con extravagantes ángulos de cámara y mareantes momentos de cámara en mano que, particularmente en algunos de los asesinatos o de los instantes de acción, revelan cierta artificiosidad, una manera forzada de alambicar innecesariamente la narración visual a la par que un fallido intento de trasladar a imágenes la turbación y la zozobra de la lucha a vida o muerte. Otros pasajes, sin embargo, aluden a lo mejor de la dupla Hammer-AIP, especialmente cuando Price o Lee emulan sus interpretaciones más recordadas en sus respectivos ciclos (Drácula aparte, claro, en el caso del segundo).

Algo precipitada y apresurada en su tramo final, la película constituye un estimable ejemplo del cine de terror artesanal previo a la renovación del género que provino de Hollywood desde comienzos de los setenta y que eclosionó en los ochenta, que consistió en echar mano de la tecnología para, cada vez más, empezar a mostrar antes que a insinuar, es decir, a ir restando poco a poco efectividad al género y sustituirla por el efectismo que lo domina hoy. Porque en el cine de terror, como en el erotismo, es más importante estimular la imaginación que la imagen explícita, proyectar las imágenes en la mente del espectador antes que físicamente en la pantalla.


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