Al adaptar a la pantalla grande la novela Desgracia (Ed. Mondadori), del Premio Nobel 2003 J. M. Coetzee, la pareja matrimonial formada por el actor vuelto cineasta Steve Jacobs y su productora/guionista Ana Maria Monticelli, enfrentó un reto descomunal: traducir la complejidad dramática y moral del libro al lenguaje visual del cine que, por fuerza, resulta ser más prosaico.
El resultado, contra todo pronóstico, es muy satisfactorio, pues Desgracia (Disgrace, Sudáfrica-Australia, 2008) -que desgraciadamente se exhibe en el DF en un par de salas comerciales, nada más-, transita por el mismo camino del texto de Coetzee: una ruta difícil que no ofrece atajos salvadores a sus personajes ni a los espectadores.
Estamos en Ciudad del Cabo, en la Sudáfrica del post-apartheid. El cincuentón profesor de poesía David Lurie (John Malkovich, en un papel que parece haber sido escrito para él) es obligado a renunciar a su plaza en la Universidad después de que se hiciera público su affaire sexual con una joven estudiante negra (Antoinette Engel). Retirado de su trabajo académico, Lurie decide visitar a su hija hippie y lesbiana (Jessica Haines), quien vive en una granja, retirada de toda civilización, sembrando flores y zanahorias. Durante la visita, Lurie y su hija sufrirán la desgracia del título, que cambiará radicalmente la vida de ambos.
Es inevitable analizar la forma en la que Monticelli y Jacobs se apropiaron de la trama de Coetzee. Así, lo que en el libro es una sutil pero provocadora alegoría de la Sudáfrica del presente, la película tiende a ser más directa en lo que pretende (de)mostrar: que Lurie –no tanto Lucy- no ha entendido todavía que ya no vive en el país de antes. Que el balance de poder ha cambiado y que es hora de pagar lo que debe, aunque, acaso, no deba tanto.
Jacobs encuentra el equivalente del arte literario de Coetzee en el propio lenguaje cinematográfico, en especial en esa espléndida toma final que no está en el libro, pero que logra resumir, visualmente y en un solo encuadre, el sentido moral de toda la novela. De alguna forma, pues, Jacobs entrega algo más que la reverente adaptación de un gran texto: ha logrado realizar una cinta que es valiosa por sí misma, aunque sea imposible desligarla de su prestigiado origen literario. Dicho de otra forma: Jacobs no es un copista. Es un traductor. Y nada malo, de hecho.