Llevaba unas semanas enseñando a mi niña pequeña a coger unos animalitos encajables en una bonita granja. Es un juego muy útil y educativo porque además de desarrollar la habilidad manual de colocar a cada animal en su sitio, aprenden sus nombres y a diferenciarlos. Aunque lleva su tiempo.
Cada vez que cogía la granja, le mostraba un animal y le decía su nombre y así con todos. Luego le pedía que me diera uno. Me empeñé en que cogiera el pato. Mira, no sé, me gustaba. Pero ella se empeñaba en coger cualquier otro. “Coge el pato”. Le decía vocalizando bien, para que me entendiera. Nada. Cogía el caballo. “Coge el pato”. Parecía que acercaba su mano al ansiado ánade pero no, cogía a su vecina la gallina. “Coge el pato”. Cada vez enfatizaba más la palabra pato. Pero nada. Ahora le apetecía coger a la vaca.
Así hemos estado un día y otro y otro. Parecía que estaba viviendo en aquella horrorosa película del día de la marmota que hacen siempre los sábados o domingos por la tarde para que duermas la siesta sin remordimientos de no mirar a la caja tonta. Pues eso, que yo pidiéndole el pato y ella dándome la oveja tan feliz. Hasta que un día le pedí el pato sin vocalizar ni nada, más bien a desgana y ¡Oh, milagro! Me dio el pato. Si me hubieran dado una pulsera de brillantes, no habría reaccionado con más alegría.
Todo este rollo del pato se aplica a todas las facetas de la vida de un bebé. Las rutinas, las repeticiones, son necesarias aunque a veces nos sintamos que perdemos el tiempo haciendo de disco rallado.