Por Juan Antonio Carrasco Lobo
La coherencia es aquella virtud de la que muchos oyen hablar pero no todos son capaces de expresarla.
Si se habla de política surgen las ideologías. Las ideologías conllevan rivalidades y de estas surgen las incongruencias. Y así con cualquier circunstancia donde se hallen reflejados enfrentamientos de causas diversas. La maquinaria siempre funciona igual, y la energía que genera no siempre es limpia aunque sí reutilizable.
En los posicionamientos encontramos los extremos, las cegueras, los oídos ensordecidos, los corazones endurecidos, las miradas rencorosas que no atienden a la razón y sólo siguen sus propias indicaciones, basadas en una visión sesgada, sin dar opción a otra.
La energía a la que me refería, la de esta máquina que hacer moverse al ser humano –el pensamiento- es, en muchos casos, contaminante, y sus vapores son capaces de asfixiar y hasta noquear a quienes lo inhalen; envenenando y cancerando el sentido común de los individuos. No hablo de no defender lo que creamos es justo, sino de hacerlo con cordura, aportando la justificación coherente por la cual aquello forma parte de nuestro código como persona.
La cordura no es la imposición de nuestra idea, la cuál consideramos la correcta o necesaria a nuestro parecer, sino su exposición justa y respetuosa.
Por desgracia, no solemos aplicar nada de ello a lo que apoyamos, y justificamos cualquier acto que desacredite a quienes opinen contrarios a nuestros razonamientos, aunque ello sea injusto y sin medida alguna del daño que se pueda causar; no sólo ya a nuestros adversarios ideológicos, sino al conjunto del que todos formamos parte.
La coherencia es un arma de doble filo si quien dice usarla no es capaz de razonar.