Cojonazos de Leyenda (III): El Gran Capitán. Primera Parte.

Publicado el 14 julio 2014 por Tony Owen @ElCodiceVoynich

 Igor Yglesias-Palomar Bermejo. 

Gonzalo Fernández de Córdoba. Casado del Alisal pintó.


 
Estimados voynicheros:
Tras una larguísima ausencia, debida a diversos problemas personales que -separadamente-, hemos sufrido los autores de este blog, volvemos a la carga. Hay numerosos artículos en el tintero, como la finalización de la pentalogía sobre Japón, un post sobre el eminente Carl Sagan, otro sobre el baño sangriento de Melbourne, otro sobre...
Sin embargo, por expresa petición de nuestros lectores, hemos querido volver retomando nuestra famosa serie "Cojonazos de Leyenda", cuyos protagonistas hacen las delicias de todos, menos de sus enemigos. Son tantos que uno podría sacar cientos de artículos, pero siempre hay que decidirse, y en esta ocasión hemos elegido un personaje que, aunque cercano en el momento y lugar del protagonista de nuestra primera entrega, Diego García de Paredes (de hecho uno fue señor del otro), su importancia en la historia de Europa, su grandeza en lo personal y lo militar y la fascinación que tiene por él quien os escribe, son tan grandes, que no he podido esperar el largo tiempo que lleva completar la lista de espera de los artículos a medio terminar para hablar sobre él.
Pese a que todos hemos oído al menos mencionarlo, y aunque por desgracia para muchos sea tan sólo una marca de quesos, pocos saben algo con un mínimo de profundidad sobre su vida. Don Gonzalo fue el perfecto ejemplo de lo que consideramos un héroe -invicto tras mil batallas-, y lo fue en todos sus aspectos. Un hombre de una nobleza y lealtad sin límites, inteligente, galante, derrochador, valiente, diestro en el uso de las armas y las estrategias y un jefe sin igual al que sus hombres seguirían hasta más allá de la muerte. Su figura y sus batallas son estudiadas en las academias militares más prestigiosas del mundo -la batalla de Garellano está considerada como uno de los ejemplos de estrategia militar más importantes de la historia-, y Keegan, en el Who's who in Military History le dedica más espacio que a Nelson, Rommel o Patton.
El presente artículo está pergeñado a partir de diversas fuente, pero la principal, con mucha diferencia, es el fabuloso libro El Gran Capitán, de Sánchez de Toca y Martínez Laínez, cuya lectura, extraordinarmente amena e instructiva, recomiendo a toda persona interesada en la figura de este gran hombre. Su narrativa es tan brillante que me he permitido cambiar muy pocas palabras de algunos párrafos y citar textualmente otros. La presencia de nuestro héroe en dos conflictos bélicos distintos y muy complejos ambos, lleva a que la longitud del texto, una vez más, sea demasiado grande para una sola publicación. Para facilitar su lectura he decidido, pues, dividirlo en dos, al final del primer conflicto, pese a que el verdadero sentido de este artículo, las hazañas que más nombre y fama le dieron, se encuentran ubicadas en el segundo. Ruego, por tanto, paciencia a la hora de acometer la lectura de la biografía de un personaje tan complejo y lleno de méritos.

El Gran Capitán


Ricardo Bellver dibujó.

Gonzalo Fernández de Córdoba (Montilla, 1 de septiembre de 1453 – Granada, 2 de diciembre de 1515) , apodado "El gran Capitán", fue uno de los hombres más excepcionales de su época, e incluso de los nacidos en este país, prolífero en parir grandes personas, e implacable a la hora de olvidarlas. Fue un gran militar, un refinado político y diplomático, un personaje adorado y admirado en toda Europa, y el ejemplo más caballeresco y descriptivo del hombre dedicado a lo que antiguamente se conocía como el "oficio de las armas".
Fue Gonzalo, a tenor de la abundante bibliografía de la época referente a su persona, un hombre galante, apuesto, noble, gallardo, fino en el humor y en la ironía, soldado valeroso, general invicto, señor de sus hombres, lacayo de sus señores, generoso hasta lo manirroto, líder justo y piadoso, cortés en el trato, fiel esposo, devoto cristiano, hombre inteligente, incansable escritor, y finalmente, y no sin justificación, hombre vanidoso y orgulloso.
Nació el menor de los Fernández de Córdoba en época y lugar revueltos. Hoy, más de cinco siglos por delante, tendemos -al menos en mi caso- a considerar la edad media y la época de la conquista de América, inicio de nuesto imperio, y época renacentista en general, como dos etapas bien distintas y marcadas. No deja de sorprender(me), por tanto, que los mismos hombres que inciaron la conquista del paraíso, fueran los veteranos y aguerridos soldados que dejaron su sangre en tierra de Granada, o que se tratara de una época en la que los rudimentarios cañones convivían con los torneos, los duelos entre paladines, y los elementos más marcados de lo que nosotros evocamos al pensar en el medievo.
Así pues, Gonzalo nació en un terreno, nuestra península ibérica, aún fraccionado, cuyas cortes correspondientes a los diferentes reinos, tanto cristianos como musulmanes, eran auténticos avisperos de conspiraciones y magnicidios, y cuyas gentes llevaban tanto tiempo en guerra que, durante generaciones, desconocieron que hubiera otro modo de existencia. Por ocho siglos, sus padres, y los padres de sus padres, se habían enfrentado en larga y cruel contienda con sus conquistadores, y estos con sus conquistados y luego reconquistadores. Cuando mucho tiempo había pasado desde que los Europeos fueran expulsados definitivamente de la Tierra Santa, en España proseguíamos con la otra cruzada, la que desangró a los musulmanes, derivando mucha de su fuerza en occidente. Nuestra cruzada, la que ganamos, era fundamental en Europa, y todos sus ojos se hallaban en nuestras tierras, especialmente tras la caída de Constantinopla, en el año 1453 fecha de nacimiendo de nuestro héroe, lo que atemorizó a todo el continente, pues era el último bastión para frenar la entrada de los Otomanos.
La península estaba muy lejos de gozar de una unidad, tal como la entendemos. Los diversos reinos estaban enemistados, corruptos hasta la médula y las conjuras palaciegas medraban por doquier. Como citan Toca y Láinez: "(...) Y si la salud de una sociedad ha de juzgarse por su clase dirigente, aquella sociedad no estaba sana. En el resto del mundo las cosas no estaban mucho mejor, pero por estos pagos el rey de Portugal estranguló con sus propias manos al duque de Viseo; el emir de Granada, Abolhacén, después de encarcelar y envenenar a su padre, mandó matar a sus hijos en la pila de la Fuente de los Leones de la Alhambra,  su esposa y los hijos mayores escaparon, y al final sólo quedó vivo Boabdil que, en justa correspondencia, lo envenenó en cuanto pudo. En Aragón, Juan II, padre de Fernando el Católico, hizo envenenar a su primogénito y encargó a su hija pequeña que envenenara a su hermana mayor. En Castilla, el otro Juan II (pues esta fue una época pródiga en Juanes) mandó descabezar a su privado don Álvaro de Luna a instigación de su esposa; regia gratitud hacia quien había defendido el trono y a ella la había hecho reina.

Su hijo y sucesor en el trono de Castilla, Enrique IV, aborrecía la sangre, pero no estaba claro si era sodomita, impotente o las dos cosas a la vez; de hecho, los grandes del reino realizaron comprobaciones de visu sobre su capacidad sexual. Nuestros consternados contemporáneos pueden hallar cierto alivio en considerar que aquella España de la segunda mitad del siglo XV mejoró en poco tiempo. Una nación dividida y desalentada, sin cabeza ni pulso, se halló de repente con gobernantes admirables, recobró la paz, la unión y la esperanza y fue capaz de acometer empresas universales."

La batalla de las Navas de Tolosa (1212), que cambió definitivamente el curso de la reconquista. Marceliano Santamaría pintó.


La frontera donde nació nuestro "Capitán" no era como las fronteras a las que estamos acostumbrados. No era una línea, ni imaginaria ni real, que dividía ambos reinos. Era una zona de decenas de kilómetros de ancho que cruzaba de lado a lado la península, donde cuyos habitantes mantenían una vida de eterna lucha y sobresalto. Una tierra sin ley donde los guerreros de ambos bandos penetraban para matar, asaltar y saquear todo lo que pudieran, a fin de siempre debilitar al casi milenario enemigo que tenían en frente. Una tierra donde los hombres como Gonzalo hablaban fluido árabe, y donde los moros conocían el castellano a la perfección, pues el intercambio entre ambas culturas, pasaba de lo artístico, científico y comercial, hasta lo violento, sanguinolento y letal. Una tierra donde cada colono vivía al pie de guerra, en constante y real peligro, y donde cada casa había de ser fortaleza y cada mano, mano armada. Y esta cruel, áspera y amenazadora tierra fue la cuna de nuestro hombre -y de mil valientes más, héroes que forjaron nuestro país y cuyo pago recibido fue el olvido-; y ésa fue la vida que conoció el de Córdoba desde su más tierna infancia.
Gonzalo fue de noble cuna, cuando la nobleza en la cuna venía de la caballerosidad, el valor y la fuerza del brazo de tus antepasados en batalla; perteneciendo a la sazón a la Casa de Aguilar. Siendo responsabilidad de su hermano mayor Alfonso, ser el caudillo y señor de su blasón y sus dominios, tuvo el infante la ocasión de ser mandado a Corte, donde hubo de conocer -y proteger ya desde su infancia- a nuestra Isabel de Castilla, que entre impotentes, beltranejas y otras guisas, hubo de ser reina porque el mismísimo Dios así lo dispuso, lo que ella debió honrar y agradecer, haciéndose buena merecedora de su apodo.
Fiel a la causa Isabelina -que a punto estuvo de costarle su futuro-, Gonzalo, noble de segundo banco de la iglesia, destacó pronto entre sus contemporáneos por su gallardía, su arrojo y su bravura; y su escala -puesto a puesto- en el panteón de los grandes de España, fue justa y debida a nada más que a los méritos que conseguía. Y, ya para cuando vino la unión de la casa de los Trastámara, y por tanto de los reinos de Castilla y Aragón, su destacado valor en la conquista de Granada le habían ganado una posición de relativa importancia entre los caballeros que comandaban la guerra por esos lares.
La guerra en Granada no fue una guerra breve, ni fácil ni limpia -como si alguna lo fuera-. No fue una guerra de grandes y épicas batallas, sino una guerra dura, de guerrillas, sangrienta y cruel para ambos bandos. Fue una guerra por cada pico, cada atalaya, cada fortaleza, unos y otros duros, durísimos combatientes, curtidos, como ya he dicho en una tradición vital de lucha constante. Que ciertas escaramuzas convirtiéronse en batallas campales, bien es cierto, mas la tónica fue más la del desgaste que la de la lucha directa.
 

El Rey ha muerto, ¡viva el Rey! Henri Regnault pintó.

Granada, la joya árabe del islam en España, era un emirato que abarcaba prácticamente toda la actual Andalucía, en cuyo corazón, erizado de montañas y barrancos, se hallaba la perla de las perlas y capital del reino. Un reino superpoblado, con una densidad de habitantes -y por tanto de hombres de armas- sin igual por aquella época. Un reino guerrero y peleón -nada que ver con la paz y tranquilidad que nos evocan los jardines de la Alhambra-, retorcido, lleno de conspiraciones y luchas internas -prácticamente no había rey que no muriera ejecutado o envenenado por su sucesor-, que en esto de la vileza en el mando, se ve que los cristianos no éramos los únicos. Andaba su rey, Boabdil, a la gresca con su belicoso tío apodado El Zagal, y en la visión general, nada había de similitud con lo que uno pudiera imaginar. El mismo reino había surgido por la escisión de un traidor, que había mostrado vasallaje al rey cristiano, y el emirato pagaba un generoso "alquiler" por las tierras que ocupaba. Boabdil mismo , antes del fin de la guerra es apresado en varias ocasiones, y liberado otras tantas, ya que el equilibrio de poder era precario, y las relaciones cristiano-musulmanas, más enrevesadas de lo que en un principio pudiera parecer. Ambos sabían que la toma del último reducto era empresa larga, cara y prácticamente imposible de realizar, y no hubo de ser hasta la unión de los dos principales reinos cristianos de la península, que se dispusiera de la capacidad de ser acometida.
En palabras de su época, los moros [1], son hombres belicosos, astutos y muy engañosos en las artes de la guerra, y varones robustos y crueles, y poseen tierra de grandes y altas montañas y lugares tan ásperos y fragosos que la disposición de la misma tierra es su mayor defensa. Como no usan coraza, son más vulnerables, y por eso no vencen en combate próximo, pues de los contrario, en el mundo no hay tan buenos hombres de armas ni tan sabedores de guerra ni tan aparejados para tantas conquistas.

[1]- Es importante mencionar que el término moro(s), pese a que hoy en día resulta muy poco políticamente correcto, en la época carecía de transfondo peyorativo y se utilizaba para definir al musulmán que habitó en España desde el siglo VIII hasta el XV. (rae) Posteriormente se extendió para definir al natural del África septentrional frontera a España
Y, citando al antes mencionado libro del Gran Capitán: La guerra irregular o de guerrillas, la guerra sin batalla, era la guerra guerreada, basada en la osadía e iniciativa de pequeñas partidas de combatientes sueltos. La guerra guerreada consistía en escaramuzas, sorpresas, ataques nocturnos, golpes de mano y todo el repertorio de agresiones y hostigamientos usuales en ocho siglos de guerra continua. Una de las prácticas favoritas era la celada o emboscada, donde un enemigo superior, pero sorprendido, embarazado por una larga columna de cautivos y botín, o con sus fuerzas dispersas a lo largo del camino, caía víctima de un ataque inopinado, generalmente en paso difícil. Escaramuza se llamaba a la guerra guerreada de la caballería ligera, los jinetes, para hostigar, tantear, explorar, atraer a una emboscada, desorientar y fatigar al enemigo, a través de la técnica del tornafuye.

Mapa de cómo se las gastaban en la época.


A todas estas tácticas se sumaban las talas, que eran entradas profundas, masivas y destructivas en territorio enemigo para agotar sus recursos y aniquilar su capacidad de supervivencia, básicamente a través de la tala y destrucción de campos de cultivo, molinos, depósitos y almacenes, para crear hambrunas en la población que ablandaran el difícil avance.
Por último, y antes de continuar con la vida de quien nos ocupa, quisiera hacer especial mención de los Reyes Católicos, de quienes todo español ha oído hablar y de quienes, a nivel de calle, nada se conoce. Fernando II de Aragón y V de Castilla, fue uno de los personajes más importantes y fascinantes de su época, quien aunó las mayores virtudes del medievo, con los rasgos más característicos del hombre del renacimiento. Fue un rey de un valor excepcional, que luchó en primera línea muchas de sus batallas, con un arrojo, una osadía y una excelencia en el uso de las armas, que hoy nos resultan difíciles de relacionar con la idea de un monarca. A la par fue un hombre inteligentísimo, fino diplomático, enérgico político, maquiavélico y culto. De su expreso deseo, junto al de su esposa, surgió nuestra nación, casi  como la conocemos hoy, y su defensa de tal idea a lo largo de su vida fue encomiable. Sus actitudes políticas fueron enormemente beneficiosas para el país, y supo dar la autonomía y el tiempo necesarios para que los diferentes modos de cada reino se fueran acoplando el uno al otro. Junto a su esposa Isabel, no quiseron ser reyes nominales ni consortes, así que se dio el caso excepcional de un reinado parejo, común y simultáneo hasta la muerte de ella en el 1504. Isabel, por su parte, fue una mujer excepcional a nuestros modernos ojos, tanto más para la época que le tocó vivir. Aclamada, admirada y respetada por todos sus contemporáneos, fue la de Castilla mujer inteligentísima, prudente y bondadosa; de una fuerza vital y de voluntad tal, que la llevaban a fingir y ocultar su dolor en sus propios partos. En la guerra, siempre se hallaba en el frente, junto a su marido, dándo ánimos y reconfortando a nuestros soldados, administrando el tesoro con gran sabiduría, para que a todos llegara su sueldo y hubiera dineros para costear la lucha. Organizaba los hospitales y las farmacias para cuidar a los heridos, y hasta traía a sus damas de corte al frente para deleitar a los soldados. Sus esfuerzos por igualar los derechos de sus vasallos del Nuevo Mundo con los del Viejo, han hecho que se la considere la primera defensora de los derechos humanos, pese a que, por presiones de su marido y del papado, ayudara a forzar la conversión -bajo pena de expulsión- de los judíos y, posteriormente y rompiendo el acuerdo de Granada, a los musulmanes. Fueron ambos reyes, pues, excepcionales, y el germen de toda la gloria que los siglos venideros iban a traer a la España que ellos lucharon por crear. 

Éstas eran pues, grosso modo, las circunstancias dadas en la España de la época que le tocó vivir a don Gonzalo. Habiéndose ganado el beneplácito de los reyes, que lo nombraron adalid de la frontera, el de Córdoba no sólo guerreó contra los moros. Formó parte de la batalla de la Albuera, con 25 años (24 de Febrero de 1479) contra los Portugueses que querían adueñarse de extremadura apoyando a los rebeldes. Ya en entonces se pudo ver su carácter cuando, para la lid, Gonzalo se embutió en sus mejores galas, con plumas de colores llamativos en su celada; y cuando le reprocharon el malgasto, éste respondió muy claramente:
-"Quiero que me vean bien. Que no me tomen por un cualquiera. "

Atuendo idóneo para conquistar Jaén en verano. José de Madrazo pintó.

Y efectivamente, destacó en la batalla de un modo muy significativo, así como en la comandancia de después, donde impresionó a los mandos con el análisis del conflicto, siendo alabado grandemente por ello.
Con esa batalla, la larga guerra civil en Castilla terminó y empezaron las guerras de verdad. Luis XI de Francia había invadido por tres puntos las fronteras de Castilla y Aragón, y aún había que recuperar los condados de Cerdaña y Rosellón, ocupados por los franceses a cambio del crédito que habían ofrecido a Juan II, padre de Fernando. Los payeses andaban sublevados, con razón contra sus señores, el Emir de Granada andaba belicoso, y aún había que reconquistar las siete ciudades de la Mauritania Tingitana, más allá del Estrecho. Fernando quería recuperar los condados en posesión de los franceses, Isabel quería acabar la reconquista. Como al morir Juan II, no hubo herencia que le diera, y las cortes aragonesas, tampoco soltaron bolsillo ante su nuevo rey, se decidió pues reconquistar Granada. Tras asegurar las paces en los pirineos, comenzó la última guerra de la edad media española.

La guerra de Granada


Recuerdos de Granada. Muñoz Degrain pintó.

Yo mismo recuerdo, cuando de niños los españoles estudiamos nuestra historia, que la guerra de Granada la resumimos hasta el punto casi de lo anecdótico. Se estudia, básicamente, la fecha -se aprovecha para mostrar fotos de la Alhambra-, y te mencionan a Boabdil como una especie de cobardica que andaba por las esquinas llorando como una mujer. Y poco más. Sin embargo la conquista fue un episodio largo, costoso, difícil y heroico, muestra del esfuerzo de un pueblo por convertirse, definitivamente, en una nueva nación. En la guerra no sólo participaron los soldados; decenas de miles de acemileros y muleros abastecieron a los ejércitos y movieron la artillería, y miles de marinos, repartidos en distintas flotas en todo el litoral andalusí bloquearon de un modo decisivo -y peligroso- la entrada de refuerzos que hubieran resultado definitivos en el transcurso de la contienda. El resto del territorio peninsular se mantuvo movilizado y colaborando para tan difícil empresa, y se necesitaron años de sangre derramada para completar el esfuerzo iniciado por sus antepasados hacía ya ocho siglos. La obsesión hispana de minimizar sus hazañas y regodearse en sus derrotas no merma un ápice cuando se trata de La Reconquista. Pocos españoles saben que es el conflicto armado más largo -con mucha diferencia- de la historia, y si bien ahora, en esta época de buenrrollismo insistimos en alabar las virtudes y desarrollo científico y social de los árabes de la época -pena que se quedaran así desde entonces-, y tildarnos de brutos y primitivos a nosotros mismos, poco nos paramos a pensar que tal cosa recaería en aún más mérito al hecho de haber logrado vencer definitivamente a tan superior enemigo; especialmente si tenemos en cuenta que éste estaba lejos de ser una panda de angelitos, y que de lo de darse de palos sabían, como minimísimo, lo mismo que nosotros.
La estrategia de Fernando para librar la contienda final se resumía en su metáfora de "arrancar uno a uno los granos de la Granada" Incluso aunque hubiera sido posible vencer de un modo fulgurante -cosa dudosa-, no podía incorporar de repente a castilla a cerca de un millón de moros hostiles y ansiosos de desquite. Necesitaba una conquista lenta y paciente, de ir desgastando y desarraigando a un enemigo que llevaba 8 siglos anclado a este suelo. Así la guerra que hicieron los reyes fue distinta al concepto tradicional europeo de básicamente, enfrentarse en un choque de lanzas a caballo o a pie. Como ya comentamos previamente, ésta fue una guerra de incursiones, asedios, escaramuzas, talas, sobornos, diplomacia, espías, y también, por supuesto, batallas. Fernando no sólo comandaba la hueste, sino que luchaba en vanguardia con sus hombres y, además de ser personalmente un héroe, aprendió la estrategia adecuada.

Intercambio de conocimientos en la España de las tres culturas.


Así, por diez, años, de 1482 a 1492, Gonzalo participó activamente en la reconquista de Granada. Una guerra larga y difícil, que apenas era interrumpida en invierno por las condiciones climatológicas. La guerra se desarrolló en 3 fases consecutivas: La primera (1482-87) se conquistó la parte occidental del emirato. La actual provincia de Málaga y parte de la de Granada. En la segunda (1488-89) los cristianos reconquistaron la provincia de Almería y buena parte de la de Granada. Finalmente, en la tercera (1490-91), las talas de la Vega forzaron la rendición de la capital.
En cada una de las fases, la presencia y actos del gran Capitán -por aquellos entonces uno más-, fueron fundamentales. Su importancia fue in crescendo, no sólo por sus aptitudes en combate, su sabio consejo y su envidiable relación con sus hombres; sino precisamente por sus labores de diplomático y estratega. A final de la guerra era tan popular y tan importante como el mismísimo Ponce de León, y la confianza que sobre él depositaron los monarcas, fue tan grande, qué él mismo sería, años más tarde, quien negociaría la rendición de Boabdil -quien fue capturado y liberado, eminentemente por mediación del de Córdoba, en al menos tres ocasiones-.
El héroe máximo de aquella guerra, Hernán Pérez del Pulgar -atención a la vida de este señor, que es de órdago a la grande, digno de un próximo capítulo de esta serie-, amigo de Gonzalo, y más tarde su cronista, años después le recordaría a un joven Carlos I -V fuera de España-, que el de Córdoba era siempre el primero en entrar en la lid, y el último en retirarse. Era, así mismo, hombre de pronto consejo, pues sabía siempre en cada situación lo que más convenía, dada su experiencia en batalla desde niño, y su formación con los modelos clásicos cristianos y almogávares. Al mismo tiempo, sin embargo, Gonzalo profesaba un modo de mando nada convencional, dada su dificultad en su aplicación sin que la disciplina flaquee. Esto se debía en parte a que él, antes de señor había sido paje, el último de la corte de un aspirante a rey. Por su calidad de segundón, no podía esperar que los demás le siguieran por su nacimiento o por su rango. Sabía que no podía esperar una obediencia automática, y por eso mandaba sin soberbia. Había aprendido que para lograr que los hombres hiciesen su voluntad, había que saber apelar a ciertos sentimientos más cercanos al corazón que a la cabeza, o al simple miedo al castigo.
Pulgar escribe que la conducta de Gonzalo creaba una escuela de valor, conducta y compañerismo para sus hombres. Siempre afable, a todos ponía buena cara; no se permitía dejarse llevar por la cólera y dominaba su frustración en la adversidad. Si a alguno de sus hombres le flaqueaba el valor, él lo animaba a que se acostumbrara a dominar el miedo. Su principal preocupación era su gente, y ningún capitán se preocupó como él por proteger a sus soldados en todas sus necesidades. Los reyes concecieron a Gonzalo el raro privilegio de elegir uno por uno sus hombres, ya que un buen jefe no es nada sin buenos subordinados. El caballero hizo honor a su excepción, y convirtió a la guarnición de Íllora en la pesadilla de Granada. Los granadinos se vieron precisados a poner una avanzada en el pueblo de Albolote, y mantener vigilancia constante en la Torre de las Almendras, ya que Gonzalo se llegaba hasta los mismos muros de Granada, y en varias ocasiones creó grandes entuertos y batallas a los caballeros moros, prendió las puertas de la ciudad, y hasta intentó colarse dentro de ella en una retirada de los hombres del Zagal, el viejo y terrible general, sin éxito en su empresa.

El Zagal, un angelico de cuidado.


Cuando defendió a Boabdil sobre aquél, le  ilustró con un hermoso consejo sobre gobernar más con el perdón que con el castigo, y más con la sabiduría que con el látigo. A Boabdil le gustó lo que oyó, y convocó a todos los árabes a que escucharan las palabras de Gonzalo. Éste les hizo un largo discurso en árabe, en el que comparó continuamente la situación de los vasallos de Boabdil con los del Zagal; mientras los súbditos de uno podían comerciar libremente con Castilla, los del otro caían cautivos. Trató a los moros de "señores" , "amigos", "hermanos", "caballeros", "señores y honrados varones", y les recordó que Boabdil procuraba aliviarles los impuestos en vez de oprimirlos como el Zagal, y que él estaba en Granada para apoyar a éste. El discurso, transcrito por Pérez del Pulgar, era una obra maestra, que fortaleció la posición de Boabdil, a quien el pueblo le consideró más padre en perdonar, que señor en castigar. Después regresó a su castillo, pues la guerra continuaba en la Frontera.
En nuestra moderna mentalidad, este discurso no carece de cierta ironía. Parece falsedad e hipocresía, cuando precisamente se trataba de alguien que luchaba contra ellos, y más aún si consideramos que en nuestra general ignorancia histórica, lo poco que nos ha llegado de Boabdil es su "debilidad". Así parece que Gonzalo le engañaba potenciando su suavidad. En mi opinión, las cosas eran, sin embargo diferentes en aquellos tiempos. Los cristianos llevaban conviviendo con los árabes por siglos, y como ya dije se hacía tanto para matarse como para aprender de ellos. Ambas razas se respetaban y admiraban como guerreros, y en general las palabras de elogio a los otros abundaban. Sin embargo, en la época de Fernández de Córdoba, la necesidad de la finalización del conflicto era máxima. El motivo de las vidas de los pobladores de nuestro país era la consolidación del reino y la victoria sobre el invasor. Pero eso no significa que, en aquel momento, se careciera de caballerosidad con el enemigo, ni que se pretendiera que los moros desaparecieran de nuestra tierra. A los vencidos, paso a paso, se les trató con una generosidad que nos resultaría increíble. Se indemnizaba a los señores por la pérdida de sus tierras, se alimentaba y cuidaba e incluso aceptaba a los humildes, y siempre se ofrecía paso seguro y gratuito al otro lado del Mediterráneo. No fue hasta más tarde, y mientras Gonzalo guerreaba en Italia, que se decidió quitar de sus permisos a los moros que vivían en la península y que se pretendió, como con los judíos, que abrazaran nuestra fe o abandonaran nuestra tierra. Y esto, siempre fue considerado por Gonzalo como una traición a nuestros enemigos seculares. En aquel momento, por supuesto, se pretendía que entre un rey vasallo y beneficioso para sus súbditos, o un general duro como un clavo, belicoso y anticristiano, los árabes se decantaran por el uno en lugar de por el otro, porque ambos bandos sabían, que lo único que podían hacer los Granadinos, era esperar la llegada de los Turcos como nueva fuerza del Islam en la península. Y eso, los cristianos, no se lo podían permitir.

El 23 de abril del 1491, Fernando ordenó una entrada por el próspero valle de Lecrín. Sin embargo, los soldados se dispersaron en el saqueo, y fueron atacados por los habitantes del valle, reforzados por alpujarreños. La tala se convirtió en una carnicería y sólo la actuación de Gonzalo salvó la situación. Cuando las huestes cristianas llegaron a las puertas de la capital del reino de Granada, lo hicieron sin artillería, pues nadie quería destruir tan bella ciudad. A las puertas de la misma se produjeron algunos episodios dignos de mención -entre ellos uno que se contará más adelante, en un futuro post sobre Hernán Pérez "el de las hazañas"- . El campamento real se instaló en el Gozco, mientras se construía una ciudad puramente cristiana, que recibiría el nobre de Santa Fe. El 18 de Junio del 91, se llega la reina Isabel hasta la Zubia, pues gustaba de acercarse a Granada. Los moros, sabiéndolo, salen de la ciudad, dispuestos a dejar a los cristianos sin parte de su realeza. Se produjo un sangriento enfrentamiento. Gonzalo logró alejarlos, y en cuanto pasó el peligro, hizo retirar a la reina y quedó con un grupo de fieles soldados a guardar el camino y proteger la retirada de la dama. Los moros, encabronados, volvieron con refuerzos y Gonzalo y sus hombres se vieron sumamente comprometidos. El combate se prolongó hasta entrada la noche. Los infieles se concentraron en él y lograron matarle el caballo. Así siguió peleando a pie, completamente rodeado, luchando denodadamente por su vida, hasta que un soldado pudo acercársele y darle su caballo. Nunca había peleado contra tantos ni con tanta desesperación.
La reina, lejos de asustarse, días después llevó a los embajadores del rey de Francia a la vanguardia de las líneas de combate. Días después, el 14 de Julio se produjo un incendio en la tienda de la reina, pues la brisa nocturna hizo que se prendieran unas telas con las velas. Las llamas consumieron rápidamente las tiendas de los reyes y pasaron al resto del campamento. Gonzalo envió un mensajero a su esposa María Manrique y, a las cuatro de la tarde, llegaron cuatro acémilas con camas, tapicería, camisas y ropas de lienzo bordado para la Reina y sus infantas y damas. Cuando Gonzalo volvió de su guardia en el campamento, Isabel le dijo:
-Gonzalo Fernández, sábete que el fuego de mi cámara llegó hasta tu casa, pues tu mujer me envió más y mejor que se me quemó.

Desde ambos episodios, Gonzalo se confirmó en el puesto que había cumplido toda su vida, que era el de firme defensor de la reina. Desde entonces, a menudo, en las estatuas que de la católica se hacen, aparece el de Córdoba siempre a su lado, como su protector.

Monumento a Isabel la Católica, Madrid. A la derecha, Gonzalo sujetando las bridas del caballo. A la izquierda, el cardenal Mendoza sosteniendo los evangelios. Manuel Oms Canet esculpió.


 El incendio aceleró el cambio del campamento a la nueva ciudad de Santa Fe. El 17 de Julio Fernando ordenó a la hueste, repartida en capitanías, volver a talar la Vega. Fue la última y la más destructiva de las talas. Granada ya no contaría con el sustento de sus fértiles alrededores. La ciudad estaba lista para caer.

Las escaramuzas eran continuas y una rápida incursión en la Zubia causó a los moros 600 muertos y más de 2000 bajas entre heridos y prisioneros. Gonzalo, al igual que otros capitanes cristianos, quisieron rematar el asunto con una cabalgada doblada, es decir, volver para atacar a los moros que estaban recogiendo sus muertos.  Pero estos, avisados por sus atalayas, se armaron con las armas de los caídos, mientras acudían refuerzos de distintas partes. Cerca de Armilla, a una hora de camino a Granada, se trabó el que fue, probablemente el combate más desesperado de la guerra. Los moros inundaron el campo, y Gonzalo se situó en el paso de una acequia para detener la huída de la gente de las ciudades. En la refriega, de nuevo, le mataron el caballo, y un soldado, Valenzuela, sacrificó su vida dándole el suyo. La situación era insostenible, y Gonzalo asumió el mando. La lucha fue muy sangrienta.  Aquella noche hubo tristeza en el campamento real, pero llantos en Granada. Boabdil convocó una junta de notables para parlamentar. Los reyes católicos concedieron dos meses de tregua; el asedio continuó, pero cesaron las ofensivas, mientras comenzaron las negociaciones secretas.

Boabdil, que había seguido en contacto con Gonzalo a través de sus espías en la ciudad, anunció que estaba preparado para la rendición, pero necesitaba a alguien de toda confianza, pues si se sabía de tales negociaciones, perdería el trono y la cabeza. El de Córdoba se ofreció a entrar en la ciudad, pero los reyes trataron de disuadirle, pues no era el primero que entraba en situación parecidad para acabar desapareciendo. Gonzalo contestó a los reyes: 

-Iré esta noche a la puerta donde me esperan, porque cuando a un hombre se le ofrece la oportunidad de servir a sus señores, no debe temer el presente ni recelar daño futuro. Iré con mis guías al lugar señalado. Mande Vuestra Alteza hacer memorial de lo que he de asentar con Boabdil.


El 25 de noviembre se firmaron las capitulaciones, divididas en 46 capítulos. Aunque se firmaron sin conocimiento por parte de las gentes de Granada, las condiciones eran enormemente generosas. El pueblo continuaría con sus mismas leyes, jueces e impuestos, libres de mantener su religión o de marchar a África. No habría castigo para los tornadizos, eleches y marranos -cristianos que habían cambiado de religión-. Boabdil recibiría, además de un extenso señorío en las Alpujarras, una cuantiosa suma de oro, al igual que sus consejeros. No obstante, probablemente porque tras perder la perla de Granada, todo desmerecía, pronto se cansó de su señorío. Los reyes pagaron su viaje a África, tras indemnizarle también por las tierras a las que renunciaba. Gonzalo le acompañó en este viaje.

El fabuloso lienzo "La rendición de Granada". Pradilla pintó.

Cartas de los reyes anunciaron al reino y a la cristiandad que lo que los musulmanes habían tenido y ocupado por más de 780 años, se había recuperado. Había concluido la guerra más larga que dos pueblos han tenido nunca. Esta noticia fue fundamental para el destino de la Historia. Desde las victorias inciales en la primera cruzada, fundamentalmente representadas por la conquista de Jerusalén en el año 1099, el Islam había ido recobrando la fuerza inicial y convirtiéndose en invencible. La reconquista de la ciudad por Saladino en el año 1187, con la lenta y progresiva expulsión de los cristianos para siempre de Tierra Santa -efectiva desde el 1291-, la situación había ido convirtiéndose, progresivamente, en una mayor y mayor pérdida de territorios europeos. Tras la caída de los selyúcidas, los otomanos llevaron la batuta, y su poder iba aún en aumento. Tras el vasallaje que lograron de Bizancio, habían continuado con la toma de Edirne (1361), Tracia y los Balcanes, Kosovo (1389) y fueron muy difícilmente contenidos por Hungría y de un modo irregular, hasta 1541, cuando cayó Buda, su capital. En las décadas posteriores llegaron a su cénit tras la caída del último vestigio del Imperio Romano de Oriente, al conquistar constantinopla en el año 1453. Poco a poco toda la Europa oriental fue cayendo bajo ellos, y occidente lo miraba con preocupación, pese a que ciudades estado como Venecia y reinos como Francia, a menudo pactaron con ellos para intentar mermar a la todopoderosa España. No fue hasta su derrota en el sitio de Malta (1565) y sobre todo en la descomunal batalla de Lepanto en 1571, que su poder comenzó a decrecer.Sólo en la península ibérica la fuerza del Islam había ido mermando, y su derrota infundió nuevos aires en Europa. El reino de España, a punto de terminar su formación, se convertiría a partir de ahí en el enemigo más incansable y formidable de los infieles, encarnados principalmente en los otomanos y los piratas berberiscos que asolaban sus costas continuadamente.

"El suspiro del moro". Pradilla pintó.


Las estimaciones sobre el número de cautivos cristianos que malvivían en la ciudad como esclavos, varía ampliamente entre 7.000 y 20.000. No obstante, la mayoría de ellos murió de hambre en el asedio, así que a la entrada de los reyes, los moros sólo pudieron entregar 1.500. Y Granada, la perla de la España musulmana, se convirtió en la perla de la España cristiana. La Alhambra no volvería a albergar a ningún rey musulmán nunca más.
Los reyes distribuyeron minuciosamente las recompensas. A Gonzalo le dieron la encomienda de Valencia del Ventoso, de la orden de Santiago, así como el señorío de Orgiva, con castillo, doce aldeas y unos mil vasallos. Se le calcularon seis mil ducados de renta, mucho para un capitán, pero poco para alguien tan manirroto como el de Córdoba. Pero al borde de los cuarenta años, Gonzalo ya no era el segundón de la casa de su hermano, sino señor de vasallos y cabeza de su propio linaje.Al final de la contienda, Gonzalo se había distinguido mucho entre los doscientos o trescientos capitanes de la hueste real, aunque aún nadie pensaba en él como en lo que llamaríamos hoy en día un General. Los generales habían sido Fernando el Católico, su mujer Isabel, artífice del apoyo moral y logístico, el gran Rodrigo Ponce de León, Alonso de Cárdenas o Luis Portocarrero. Gonzalo era un capitán muy competente, de valor heroico, que gozaba merecidamente de la confianza de los reyes. Su nombre sonaba, aunque no tanto como el de Hernán Pérez del Pulgar o el del propio Fernando el Católico. No obstante, su fama no había hecho sino empezar.

"Bautizo del Príncipe don Juan". Fue en Sevilla, no Granada, pero nos sirve para hacernos una idea de cómo debió ser la entrada en la ciudad. Una vez más, Pradilla pintó.


Continúa en el II.