No he llevado la cuenta, pero si lo hubiera hecho, creo que descubriría que el pequeñajo de la casa lleva los mismos días en casa que en la escuela infantil. Quitando la adaptación, ha estado todas las semanas enfermo, y además con diferentes males, para que sus padres no nos aburramos ni nos creamos que lo tenemos todo controlado. En cuanto ha entrado en la guardería sus defensas han caído en picado. En cuatro semanas de clase llevamos dos gastroenteritis (la última diarrea de casi 15 días), un brote de asma y conjuntivitis, todo ello salpicado de pequeños catarrillos de esos que nos alegran las madrugadas de bailes para atender toses, mocos y ahogamientos.
Hay una leyenda urbana que habla de un niño que empezó en su escuela infantil y empalmó tantas enfermedades que estuvo todo el curso sin aparecer. El mío va camino de parecerse al de la historia. Después de este último mes, me creo que los virus pueden saltar de niño en niño como un piojo y cruzarse así España entera sin tocar suelo ni a un sólo adulto.
De las enfermedades en sí no me quejo, porque afortunadamente el niño es risueño hasta con las mayores de las diarreas (y de cambiar la ropa de cuna a las 5 de la mañana sé un rato). Me quejo de su remedio: los medicamentos. Porque cada vez que vamos al pediatra no sudo por saber qué tiene mi hijo (ha quedado claro ya que no soy una dramamamá), sino por el jarabe, las gotas para los ojos o cualquiera que sea el potingue que nos vayan a recetar.
No ha sido nada fácil echarle gotas a un niño con los ojos rasgados y unas pestañas kilométricas que actúan como escudos. De hecho, la mitad del bote contra la conjuntivitis ha caído en otras partes de la cara. Y algunas bastantes alejadas de los ojos, todo hay que decirlo. Más que un problema de puntería es un problema de que al chiquillo no le gusta que le toquen ni un pelo. Y si no se deja cortar las uñas de manos y pies, poner un triste e inofensivo termómetro o que le ausculten, imagínate qué opina de que le apunte con una gota en el centro del ojo una madre acojonada de mano temblorosa. Suerte que la tía y la amatxi, que para algo son enfermeras, han podido echárselas sin miramientos. Se podría decir que les hemos pasado alegremente el marrón.
Pero lo de las gotas en el ojo no ha sido nada en comparación con darle el famoso ventolín para hacer frente a su primer ataque de asma. Con tan solo una mano, tenía que sujetarle la mascarilla en la boca y pulsar el ventolín mientras que con la otra le agarraba la cabeza, brazos y piernas. Efectivamente dos manos no me dan para tanto, y por eso aquello acabó en una escabachina.
Ni explicándole lo que iba a pasar, ni probando yo primero para que viera de qué iba aquello. Nada. Sólo pude recurrir a la fuerza, y a qué fuerza. Porque el pobre niño se ahogaba, pero sacaba toda su fuerza de dentro para agitarse y revolverse chillando con tal de evitar que la mascarilla le rozara la cara.
Al final, siguiendo el consejo de una vecina con tres niños (que de tantas enfermedades que han pasado le deberían haber convalidado ya las horas de cuidados por la carrera de Medicina), le até a la silla de paseo, y en un alarde contorsionista le sujeté el cuerpo con una pierna mientras con las dos manos libres pulsaba el ventolín, sujetaba la mascarilla y contaba los segundos que tiene que pasar entre inhalación e inhalación. Acabamos madre e hijo bañados en sudor y como si nos hubiera pasado una apisonadora por encima tras la batalla. Suerte que no es rencoroso y después de mirarme como si lo estuviera matando me busca para un abrazo. De todas formas, para las siguientes dosis, me escapé a casa de mi madre a pedir ayuda.
Miedo me da pensar en cuál será la siguiente enfermedad, y peor aún, su medicina. ¿Cuál es el peor tratamiento al que os habéis enfrentado?