En 2008, cuando el actual presidente Santos era ministro de Defensa de Uribe Vélez, el mundo entero asistió a uno de los momentos más infames dentro de la interminable lista de infamias de la guerra civil colombiana. Eran los tiempos de la violenta ofensiva dirigida por el gobierno colombiano contra las FARC-EP, iniciada con el secuestro de Rodrigo Granda en territorio venezolano a espaldas del gobierno nacional (2004) y en violación de todas las normas del derecho internacional (entre otras cosas, Granda fungía con la venia de Francia como representante de las FARC en el entonces incipiente proceso de paz, lo que de hecho llevó a que unos años después fuese liberado por intermediación de Nicolás Sarkozy).
Dicha ofensiva incluyó, como se recordará, el bombardeo también ilegal del territorio ecuatoriano para asesinar a Raúl Reyes. Pero todas y cada una de estas acciones fueron justificadas por el gobierno colombiano –y buena parte de la “comunidad internacional” que hoy se rasga las vestiduras por la paz– con argumentos dignos de la más vulgar razón cínica. Partiendo del reconocimiento de que todas resultaban ilegales, aseguraba el gobierno de Uribe-Santos que no le quedaba más alternativas dado el fin superior de acabar con las FARC costara lo que costara.
Dentro de los costos asociados a tales acciones el gobierno colombiano incluía el de arriesgar guerras con sus vecinos, como ejemplo de los más graves. Pero también el de pagar recompensa por delaciones y entregas de jefes de la guerrilla a quien fuera que tuviera suficientes agallas para hacerlo. Se consideraba un costo menor, que ayudaría a poner fin al conflicto al quebrar la línea de mando a lo interno de la estructura guerrillera seduciendo a los subordinados.
Así fue como de hecho secuestraron a Granda: pagando un soborno a policías venezolanos de la actual CICPC quienes lo entregaron en Cúcuta a agentes del DAS, siendo que la primera versión del gobierno colombiano fue que lo habían apresado en dicha ciudad, lo que luego hubo de desmentir al quedar claro que fue en Caracas. Pero el clímax de esta política inspirada en el viejo oeste norteamericano (seguramente porque como revelaron posteriores cables de wikileaks, estuvo promovida y coordinada por el propio embajador norteamericano en Colombia) llegó cuando se reportó el asesinato de Iván Ríos, jefe del Bloque Central de las FARC y miembro de su Alto Mando.
La particularidad del asesinato de Ríos (ocurrido días después del de Reyes) no fue solo que se trataba del más activo de los altos jefes de las FARC. Ni siquiera que su asesinato fuera realizado por su propio jefe de seguridad. Y tampoco que este lo haya asesinado para cobrar la recompensa que por su cabeza ofrecía el gobierno de Uribe-Santos. Lo insólito no fue tampoco lo que el asesino presentó como prueba para cobrar dicha recompensa: además del pasaporte y la laptop de Ríos, literalmente, entregó la mano derecha del líder guerrillero arrancada del cuerpo antes de salir huyendo del campamento a entregarse al ejército. Lo realmente insólito fue la respuesta del gobierno colombiano y particularmente la de Santos.
Y es que frente al estupor generalizado por un capítulo que incluía traición, promoción de la delación por ambición y asesinato con alevosía y crueldad (tras el episodio, en la opinión pública se generó una controversia sobre si se le debía pagar o no la bonificación a Rojas, especialmente por la forma como entregó a su comandante, y si debían o no procesarlo por el homicidio) el gobierno –y particularmente Santos, fungiendo como jefe de las Fuerzas Armadas– se empeñaron en justificarla e insistir en que se recompensara. El argumento utilizado implicó superponer la estrategia militar a la importancia de la ley, pues pagar la recompensa y absolver al asesino por el crimen de Iván Ríos jugaría a favor del Estado en la guerra contra las FARC. Como reza el comunicado de la embajada norteamericana, se trataba de una oportunidad de oro que “podría alentar a más guerrilleros a desertar de las FARC”.
En medio de este debate Juan Manuel Santos decidió pagarle a Rojas $2.700 millones por decir el sitio donde estaba el cadáver, haber entregado el computador de Ríos, las memorias USB y otra información, pero no por el asesinato. Sin embargo, este arrebato de pudor fue interpretado por todo el mundo como lo que realmente fue: una forma oportunista y tremendamente cínica de promover el crimen desde el Estado con la excusa de combatir el crimen, manipulando las leyes a conveniencia y favoreciendo la impunidad.
Así las cosas, no fueron pocos los que alertaron los terribles efectos que esta acción podría generar. Pero más aún, sobre el mensaje con respecto al tipo de sociedad que se estaba construyendo. Y es que independiente de la razón militar tras las formas correctas o no, ilegal o no de acabar con las FARC, como dijo algún sensato, qué se podía esperar de un país donde el crimen militar y paramilitar –por cruel que sea– no solo queda impune, sino además se recompensa desde el Estado promoviéndose de hecho en un modus vivendi cuando no una vía rápida de hacerse millonario en una sociedad profundamente desigual.
El resultado del plebiscito por la paz tiene, como en todo caso igual a este, múltiples y varias explicaciones, algunas de tipo estructural y otras más coyunturales (leer acá y acá). Sin embargo, de fondo, no cabe duda de que es el fruto a mediano plazo de la promoción de ese modelo de vida basado en la cultura de la muerte, la traición, la crueldad, la delación, el enriquecimiento por cualquier método, y finalmente, del sálvese quien pueda, como pueda y pasando por encima de quien sea. Mismo modo de vida que hace que los incluidos sean perfectamente impasibles a la suerte de los no excluidos, que promueve el desencanto y el temor dentro de estos últimos y que no muestra compasión por nada ni nadie que no sean los intereses más inmediatos y mezquinos.
No se trata pues del “simple” triunfo de la guerra sobre la paz. Se trata de algo peor lo ocurrido este domingo: del triunfo de un modelo basado en la guerra, el morbo frívolo y la indiferencia del cual el hoy presidente es tan culpable como el mismo Uribe. Una victoria no definitiva claro está, pues menos de un 1% de diferencia deja aún un gran espacio a la paz.
Mientras tanto, de este lado de la frontera, donde tirios pero también algunos troyanos colocan permanentemente a Colombia como estándar para medirnos en cuanto a “éxito” (en materia económica, por caso) deberíamos aprovechar la ocasión para pensar la (ir)racionalidad que tal cosa implica.
Tomado de http://www.15yultimo.com