Por Diego Quiroga
Ser colombianx y vivir en Colombia en estos tiempos se siente como tomar una terrible fotografía de la historia y darse cuenta de que, aunque pasan los años, los paisajes y personajes retratados mutan, cambian de apariencia, pero no se altera el orden original de la imagen. En otras palabras, el genocidio que estamos presenciando hoy es una fotografía del genocidio que sacude al país desde hace décadas, pero la desmemoria ha sido también una política institucional, y eso tiene un peso especial hoy en día.
La tragedia se repite como suspendida en el tiempo, las víctimas son diversas y a la vez comparten el mismo perfil: líderes y lideresas que promueven alternativas al modelo económico capitalista, que se oponen a la megaminería y los megaproyectos, personas firmantes de la paz que decidieron dejar las armas para construir otros caminos, mujeres y personas disidentes del género y la sexualidad, jóvenes estudiantes señalados de pertenecer a grupos ilegales, víctimas del conflicto armado que fueron desplazados por la violencia y hoy exigen la restitución de sus tierras.
"Colombia se desangra
Catatumbo también"
obra de Oscar Iván Roque
Una de las estrategias que se utilizan para negar a ese “otro diferente”, es la construcción de eufemismos mediáticos que difuminan el significado y la magnitud de esta realidad que desborda la ficción. Así, el presidente Iván Duque, en declaraciones recientes afirmó que en Colombia están ocurriendo “homicidios colectivos”, pero no masacres. De igual forma en días recientes, después del asesinato de Juliana Giraldo, una mujer transexual que murió tras el disparo de un soldado del Ejército, algunos medios anunciaron la noticia diciendo que la victima era hombre, que había muerto en un cruce de disparos y que en el lugar había un retén del Ejército; tres mentiras en un solo encabezado.
Esto hace evidente la pretensión permanente por ocultar la crisis social y política que está atravesando el país, desconociendo una historia donde las masacres aparecieron con fuerza durante los años 90, cuando los grupos armados (legales e ilegales) descubrieron que masacrar comunidades era una forma mucho más eficaz de intimidar y sembrar el terror en poblaciones que consideraban de su oposición.
Al día siguiente, el 10 de septiembre, las comunidades de los barrios se volcaron con acciones artísticas para resignificar las estaciones de policía consumidas por el fuego; poco a poco los vecinos y vecinas se fueron juntando con libros, plantas, pinturas y música; los lugares físicos y simbólicos de la “autoridad” se fueron convirtiendo poco a poco en bibliotecas comunitarias, centros culturales, espacios de experimentación creativa, su voz decía con fuerza: “No más centros de tortura, sí a los centros culturales”. En algunos lugares los policías retornaron censurando las imágenes que evocaban la memoria de las víctimas, y la comunidad volvió a llenar de color los espacios.
Este es un testimonio más de la disputa de la memoria contra el olvido que se libra en las calles y con herramientas diversas. Nada garantiza que la justicia llegue para las víctimas y sus familiares, o que las masacres tengan la misma visibilidad cuando ocurren en el campo que en la ciudad. Nada garantiza que el genocidio tenga fin en Colombia. Sin embargo, está quedando claro que existen relatos alternos, puntos de fuga, creaciones potentes que se rebelan con fuerza ante aquel fotograma de guerra que se repite como una espiral genocida. Todavía el rollo no se termina de revelar, aún quedan muchas historias por retratar y por fortuna el pueblo también tiene su propio flash.
Nota:
[1] Feierstein, D. El Genocidio como práctica social: Entre el nazismo y la experiencia argentina. Buenos Aires, FCR. 2011.
Diego Quiroga