El otoño va tejiendo lentamente un manto amarillo sobre nuestras cabezas a medida que pasan los meses después del estío, y que nos hace mirar hacia arriba con ojos de principiante. Como si no lo hubiéramos visto repetido cada nuevo año, está ahí de nuevo, nos acurruca en el silencio y nos deja respirar tranquilos.
Es un toldo pajizo que nos da sombra, aunque ya no hace falta que nos proteja de los tímidos rayos del sol, porque no llegan a caer verticales a ninguna hora del día.
Crea túneles dorados por debajo de los que pasamos con el temor de que se desprendan polvos áureos que nos empujen al frío invierno.
Y finalmente, el manto va cayendo al suelo para crear una alfombra ocre que cruje bajo nuestras pisadas.
Que tapiza los rincones solitarios, nostálgicos del bullicio del verano.
Y hace que los contrastes entre los amarillos sean tan fuertes, que deslumbran nuestros ojos que se están acostumbrando a la oscuridad del invierno.
Mientras, el agua de la fuente fluye, y al mirarla con atención se lleva nuestros pensamientos para hacernos conscientes del aquí y el ahora, que es lo que nos da la felicidad.
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