El que una chica se rasque la cabeza puede provocar que un monstruo gigante destruya Seúl. No sé si Nacho Vigalondo se habrá inspirado en uno de mis momentos favoritos de la historia del cine, en el que un dinosaurio imposible baila imitando los movimientos de un niño. Esto ocurre en Yongary (Ki Duk Kim, 1967), la versión coreana del Godzilla japonés, en la que el saurio del título hace un alto en la destrucción de Seúl para ejecutar el mencionado baile a ritmo de rock and roll. La escena es absurda, pero mágica. En Colossal, un monstruo gigante también destruye Seúl, pero obviamente, tratándose del director de Los Cronocrímenes (2007), la película no va exactamente de eso. Si ya en Monsters (2010) o en la propia Godzilla (2014) -ambas de Gareth Edwards- la lucha entre colosos permanecía en un segundo plano, a otra escala, aquí la conexión del monstruo gigante con la vida de la protagonista, una inmensa Anne Hathaway -nunca la había visto así de bien- es mucho más directa, aunque igualmente distanciada. Podemos decir que tras Extraterrestre (2011) y Open Windows (2014), en Colossal, Vigalondo confirma que sus protagonistas viven sus historias a través de una pantalla. Una idea que obedece a partes iguales a un original planteamiento de ciencia ficción low cost, y a una forma mucho más cercana de hablarnos de nuestra realidad. Haced balance de cuántas cosas experimentáis directamente cada día y cuántas ocurren a través de un dispositivo. Es la tendencia actual de cierto cine independiente, la de plantear temas humanos, conflictos personales, utilizando elementos del cine de género, aquí el kaiju-eiga, y coartadas fantastique: es el caso de Seguridad no garantizada (2012), Coherence (2013), Personal Shopper (2016) y hasta la tramposa Un monstruo viene a verme (2016). La extraña bestia gigante sirve aquí al director y guionista como excusa para confeccionar una comedia amarga, poco romántica -para mí con un tono parecido al de Young Adult (2011)- que nos habla del amor, de la amistad, del sexo, del chantaje emocional, del control y del monstruo que llevamos dentro. Todo esto con un espíritu feminista y bañado en generosas dosis de alcohol. El cómo se reflejan los conflictos interiores de los personajes en la catástrofe que se ve en los telediarios, es una metáfora hermosa que, aunque abstracta, funciona muy bien: visualmente atractiva, mejora incluso cuando solo escuchamos el sonido de la devastación. Lo mejor es que Vigalondo evita ser pretencioso, con su habitual sentido del humor y con su especial ojo para el detalle humano: eleva a la categoría de imagen cinematográfica el tic nervioso de rascarse la cabeza de su protagonista. Creo que es su película más redonda y seguramente la mejor interpretación que ha conseguido de una actriz. ¿He dicho ya que no había visto a Anne Hathaway así de bien?