Tal vez proceda contrarrestar un poco la deriva pesimista que pudieran provocar las citas anteriores, que a alguno le podría parecer que, hasta cierto punto al menos, vienen a justificar el desánimo.
Es constatable, en este sentido, que estamos hechos a partir de dos componentes, paradójicos y contradictorios, como de costumbre: ilusión y desánimo, vitalidad y cansancio, ascenso y declive. Nuestro espíritu ―debiera decirse que el universo― es esencialmente ciclotímico. Pero lo cierto es que no hay simetría entre esas dos potencias, no están ellas destinadas a empatar: el universo, al final, se expande, no retrocede, sube más de lo que baja, crea más de lo que destruye. O como dice María Zambrano: “El amanecer es de mayor monta que la muerte en la historia humana, el amanecer de la condición humana que se anuncia una y otra vez y vuelve a aparecer tras de toda derrota”[1]. El que se estanca en el momento declinante del ciclo interrumpe ese devenir hacia la siguiente etapa. Un devenir que empezamos en la Nada y que debiera de acabar en el Todo, y del que, a trancas y barrancas, claro, llevamos recorrido ya un buen trecho. Así que, para concluir, podríamos recurrir a la ya conocida por estos lares sentencia de María Zambrano: “Vivir, al menos humanamente, es transitar, estarse yendo hacia… siempre más allá”(2).
[1] María Zambrano: “Persona y democracia”, Madrid, Siruela, 1996, pp. 40-41.
[2] María Zambrano: “Persona y democracia”, Madrid, Siruela, 1996, p. 62.