Comentario de Mateo 7, 24-29: poner el corazón en las manos de Dios

Por Zegmed

Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y embistieron contra aquella casa; pero ella no cayó, porque estaba cimentada sobre roca. Y todo el que oiga estas palabras mías y no las ponga en práctica, será como el hombre insensato que edificó su casa sobre arena: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, irrumpieron contra aquella casa y cayó, y fue grande su ruina. Y sucedió que cuando acabó Jesús estos discursos, la gente quedaba asombrada de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas.

Solo unas líneas sobre este breve pasaje. Leerlo me hizo recordar muchas cosas, pero sobre todo una que me dijera un amigo, hoy ex-sacerdote, hace cerca de diez años en un retiro espiritual. El hacía una breve exposición cuyo tema no recuerdo, pero poco importan los temas cuando se recuerdan intensas experiencias. No perderé jamás de la memoria la convicción con la que Alberto hablaba del amor de Dios y la fuerza y seguridad con la que nos decía a los allí presentes que debíamos poner el corazón en las manos del Padre porque solo allí estaría seguro, preservado del dolor que siempre nos causa el mundo. Volver a esas palabras, que es, en buena cuenta, volver a Dios y a su Buena Noticia hecha carne en Jesús, debe ser siempre la tarea del cristiano. Su tarea porque seguir a Jesús es lo que nos define como cristianos, sin duda; pero, a la vez, porque estar cerca del Señor es tener a buen recaudo el corazón. Es haber construido la casa sobre roca firme, implica tener esa paz que viene de lo alto, la paz del justo que vive por la fe y que a pesar sus maldades y miserias es capaz de ponerse de rodillas, rogar por perdón y pedir esperanza por un mañana mejor. Construyamos sobre roca y volvamos siempre sobre las manos del Padre. Eso es lo que nos exige la fe, pero también nos lo demanda la dureza de la vida, dureza que se hace ligera cuando nos refugiamos en Aquel que en todo nos conforta. Muchos filósofos, Nietzsche sobre todo, han sido siempre muy severos con esta situación. Han tratado de ver como algo patético y menor el deseo humano de refugio, más aún en su versión cristiana. Nietzsche nos invita, más bien, a vivir la vida en la intensidad de su dureza, a hacerlo en hielo y la penumbra. Sin duda es muy valioso todo ello y yo me he esforzado siempre en  este blog por tratar de presentar una interpretación de este filósofo alemán que haga que esa crítica sea favorable al cristianismo y no negativa: he tratado de mostrar que, en efecto, el cristiano no debe ser una suerte de mediocre espiritual que solo evade la vida buscando seguridades ficticias. Siendo esto cierto, no obstante, que quede claro que el hecho de tener esperanza y buscar consuelo es algo inherente a la vida humana y, para aquellos que creemos en la revelación cristiana, es algo que encontramos en el amor del Padre manifestado en Jesucristo. No se trata de situaciones excluyentes, el hombre de fe debe ser, como sostenía Wittgenstein, un danzante del abismo: debe saber que camino sobre terreno muy frágil, pero debe mantener el equilibrio. Un equilibrio que proviene de su fe, de una fe en un Dios que le ha mostrado la plenitud de su amor, incluso en el dolor. Un Dios que ha dado siempre consuelo, aunque no siempre lo entendamos. Construyamos sobre roca, mantengamos a salvo el corazón.